Pasión de caporales

Por: Andrea Gago Arte: Florencia Merlo

Comodoro Rivadavia es una de las ciudades más grandes de la Patagonia. También, una de las que concentra mayor presencia de la comunidad boliviana: más de cinco mil personas. Pero en una misma localidad, en una misma escuela, ser migrante y joven se puede vivir de modos muy distintos. Andrea Gago muestra a través de clases, carnavales y ensayos de baile las formas de un tejido que va más allá de las fronteras nacionales.

Emily, además de estudiar la licenciatura en educación en la Universidad Nacional de la Patagonia, es mamá, tiene su propio grupo de baile y diseña invitaciones y flyers de difusión para algunas actividades de la comunidad boliviana en Comodoro Rivadavia, en otros lugares de Argentina y Bolivia.

Emily repite: “Para mí lo cultural es muy importante, y aunque no nací allá, trato que no se pierda”. “Allá” es Bolivia. Cuando su mamá quedó embarazada, sus padres, que vivían en un pueblo cercano a la frontera con Jujuy, migraron a Mendoza. Allí nació y a los pocos años se fueron a Córdoba. En esa ciudad ocurren sus primeros recuerdos, encerrada con llave por su mamá en una habitación. Ella temía que algo le pasara cuando la dejaba sola para ir a trabajar.

Una olla pequeña con comida preparada. Comer y volver a dormir. Esperar a su primo para jugar, a través de la puerta, con las piedritas que él le tiraba por arriba de la ventana.

—Como si fuera un gato enjaulado yo. Y así me dejó un año, me acuerdo.

A los 8 años llegó a Comodoro Rivadavia junto a su madre, su padrastro y su hermano. Vivió en el centro hasta que consiguieron una casa junto a otros paisanos en lo que hoy es un barrio de la zona sur. Su casa de la infancia queda a un par de cuadras de una escuela secundaria a la que asisten sus hermanas. La misma escuela a la que van Kevin y Luz, jóvenes que migraron desde Bolivia con sus familias.

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En esta ciudad el Cerro Chenque es una clara frontera que distancia la zona norte, donde se pueden encontrar pozos petroleros activos y abandonados junto a las viviendas, de la zona sur, que creció sin una organización tan clara. Tiene 563 km² de extensión, posee alrededor de cincuenta barrios y una población total de 177.038 habitantes según el censo nacional 2010 a cargo del INDEC. Según otras estimaciones, ese número casi se duplicaría. Es una de las ciudades más grandes de la Patagonia. Desde sus orígenes fue destino de muchas personas que buscan trabajo a partir del descubrimiento del petróleo en 1907.

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Ya es mitad de 2019, y en el fondo del aula Kevin mira en silencio su hoja en blanco. La consigna: escribir un borrador de su autobiografía.

A Kevin le apasiona el piano. Aprendió a tocar con un amigo y fue unos años a una academia hasta que su padre ya no pudo pagarla. Es un estudiante que cumple con sus tareas y participa cuando es necesario. Como la mayoría, este es su cuarto año en la escuela, a muchos de sus compañeros los conoce desde la primaria.

Esta tarea lo paraliza. Mientras el resto del grupo avanza entusiasmado, él aún no escribe.

Llega la vicedirectora, que es profesora de geografía, para sumar algo más a la consigna: da referencias cartográficas para que armen mapas que acompañen sus relatos biográficos.
Para ejemplificar, pregunta si alguien vino de otro país. Nadie dice nada. Un silencio habitual cuando una autoridad interroga. La vice mira y por fin una tímida mano se levanta. Kevin habla en voz baja y con frases cortas. Cuenta que llegó a Comodoro a los ocho años, en colectivo, luego de pasar por Buenos Aires. Que nació en Bolivia. Ante sus pausas, las chicas de adelante giran y le preguntan, para que se explaye:

— ¿Te olvidaste, Kevin?

La vicedirectora hace un mapa en el pizarrón, marca los lugares que nombró y le da ideas para su relato.

Meses más tarde, terminaría la tarea: al boceto de su mapa le puso palabras que dan cuenta de sus viajes: Yacuiba, Tarata, la villa 1-11-14. Bolivia, Argentina.

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Quienes han migrado a Comodoro desde diferentes zonas del Estado Plurinacional de Bolivia, mayoritariamente de zonas rurales de la Región de Cochabamba, lo han hecho a través de redes de paisanaje y parentesco. La mayoría se ha asentado en la zona sur de la ciudad.

En diciembre de 2019 se calculaba que en toda la provincia del Chubut había alrededor de 20.000 migrantes de Bolivia, aunque no hay relevamientos oficiales, destaca uno de los agentes consulares.
Comodoro Rivadavia concentra entre 5.000 y 7.000.

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Emily sigue siendo una joven dentro de la “comunidad boliviana” de Comodoro Rivadavia a pesar de tener más de 25 años, un hijo que está a punto de terminar la primaria y ser estudiante universitaria. Después de egresar del secundario quería estudiar diseño gráfico, pero la carrera se dictaba en un instituto privado y no tenía dinero. Pensó en inscribirse para maestra jardinera en un instituto público de formación docente, pero ya no había cupos.

Una tarde, mientras trabajaba como empleada doméstica, su jefa, que sabía sobre su interés por el estudio y sus buenas calificaciones en la escuela, le sugirió que intentara ir a la universidad y ella lo hizo.

En su foto de perfil de Facebook viste un traje de caporales, una danza folclórica de Bolivia.

No sólo baila desde que era pequeña, sino que desde hace unos años tiene su propio grupo de baile, el que conformó luego de que sus amigas insistieran que les enseñe. Luego de varios ensayos y de coser sus propios trajes a mano con las telas, hilos y lentejuelas que tenía su mamá, decidieron que era momento de presentarse ante un público. Un domingo de carnaval fueron al centro de Comodoro Rivadavia y se sumaron a la pasada de una reconocida fraternidad, una de las tantas agrupaciones de migrantes de Bolivia que se reúnen para bailar.

El reto del referente de ese grupo, un “boliviano neto-neto” que tiempo atrás la había invitado a sumarse a su fraternidad, le marcó que había transgredido ciertas reglas. Tenía que pedir permiso para bailar en el carnaval y necesitaba de un adulto que respaldara y organizara a su grupo, un pasante que fuese un paisano, es decir, un boliviano.

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La música y el fútbol son dos de los hobbies de Luz, una joven de 15 años que participa de un grupo de danza boliviana. Los ensayos suelen ser los domingos, afuera del Centro de Información Pública que queda en el centro de la ciudad. Se presentan en carnavales, fiestas de 15 años, celebraciones organizados desde la comunidad migrante en Comodoro Rivadavia y en otras ciudades cercanas. Se apena cuando recuerda que su amiga ya no puede bailar porque sus hermanos llegaron hace poco de Bolivia, donde vivían con los abuelos y debe cuidarlos aunque, para ella, ya son grandes porque van a la primaria.

Una tarde de abril de 2019, en su carpeta Luz dibuja en silencio un zapato de tacos a medio pintar con un sombrero azul. Se alcanza a leer “Tinkus de mi corazón. Mi pasión es el Salay” en una hoja de carpeta. Parece una S pero es una clave de sol.

—Bailar es mi pasión— dice Luz en una exposición frente a su curso como parte de una actividad que pidió la profesora de lengua. La consigna era elegir un objeto que la representara y llevarlo a clase. Luz no dudó. Eligió su traje de Salay, con el que baila una música típica de algunas regiones de Bolivia: la pollera amarilla bordada a mano con hilos verdes y rojos, un sombrero y un cinturón en los mismos tonos; todo traído de allá. Kevin está entre el auditorio. Es la primera vez que Luz hablaba de esto en el aula. Orgullosa relató que bailó en su fiesta de 15 años y hasta bajo la lluvia. La exposición se extiende más de lo planeado, sus compañeras hacen preguntas y le dicen que muestre un baile. Pide a una de las chicas que busque la canción en su celular y un estudiante dice por lo bajo “Una vez ví a un boli disfrazado”. Luz no parece haber oído este comentario que es común escuchar por parte de quienes desacreditan estas prácticas.

Sobre su ropa de la escuela, se pone el traje para bailar. Las zapatillas le dificultan los pasos. No es lo mismo bailar con tacos como está acostumbrada.

Esa tarde fue una de las últimas con sus compañeres. Luz se cambió a una escuela en el turno mañana para cuidar a su sobrina. A fin de ese año volvió para el acto de colación de su hermana.

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Luz baila tinkus y Emily, caporal, pero se encuentran en los mismos escenarios. El corso del “Moure”, barrio popular de la zona sur, es organizado por varias familias migrantes. Las calles de tierra son el escenario de las comparsas. Los coloridos banderines atados en los postes de luz marcan el espacio preparado para los festejos. En las veredas hay puestos de ventas. En las calles no hay autos sino nenes y nenas que corren con pistolas de agua y bombuchas; mujeres vestidas de cholitas con collares y polleras coloridas, hombres con vasos que charlan y ríen. Los salones de las casas con sus puertas abiertas de par en par son los vestuarios de las comparsas. Se escuchan las coplas en quechua que recitan hombres con elegantes camisas y mujeres vestidas de cholitas mientras los baldazos de agua les llegan desde las veredas y las terrazas. También pueden verse banderas de Bolivia que sostienen algunos varones de las comparsas.

Aunque no haga tanto calor en un febrero patagónico se vive el carnaval.

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El feriado de carnaval encuentra la calle San Martín cortada para el desfile de murgas y grupos de baile. Serán dos días de trajes llenos de color, espuma, música y vallas. Luego de la presentación de la murga de un barrio de zona norte, el locutor oficial anuncia que se empiezan a ver banderas argentinas y bolivianas.

—Queda demostrado que podemos convivir como hermanos latinoamericanos— anuncia y repite varias veces.

Bailarines de caporales y tinkus llenan la calle principal de la ciudad mientras la música sale de un vehículo con parlantes. Tres fraternidades, tres autos, dos banderas argentinas y un par de wiphalas, las banderas que representan a los pueblos originarios de América. A medida que pasan se ve la diferencia en los modelos de las patentes.

Una mujer se asombra por los trajes y el señor que está a su lado comenta que los ve ensayar en la Cancha de Nueva Generación.

—Se ve que son petroleros unos porque se bajaban de la camioneta con trajes azules, todos iguales— dice el hombre.

Emily, la joven que baila hace 17 años y pasó por 15 carnavales, dice que así se manifiestan las “diferencias económicas dentro de la comunidad”.

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Emily, Kevin y Luz, al migrar con sus familias, trajeron con ellos su música y tradiciones. A través de las celebraciones comparten pertenencias, saberes, gustos y sentidos sobre la vida. Durante meses se reúnen para preparar la fiesta de la Virgen de Copacabana, la más esperada. Llenan una cancha de fútbol durante dos días con bailes, comidas y encuentros entre paisanes. No es fácil conseguir un espacio tan grande en la ciudad. Eso también genera conflictos: algunos residentes de Comodoro Rivadavia no lo ven con buenos ojos. El ritual a la Pachamama, en la que arrojan bebidas al suelo como ofrenda, es visto como antihigiénico por los dueños de los lugares que alquilan. Pero siempre se encuentra una alternativa para celebrar en comunidad.

No todas las familias migrantes participan de estos festejos masivos, mantienen sus tradiciones en la intimidad de las casas; a otras, no les interesa.

Ser migrante de Bolivia en la escuela está lleno de sentidos y prejuicios que llevan a elegir qué se quiere compartir y con quién. Contar de dónde vienen, sus experiencias y quiénes son, puede no ser fácil a pesar de que se conozcan desde hace muchos años. Luz se presentó como migrante el primer día de clases. Les compañeres de Kevin lo conocieron como migrante mucho tiempo después a través de una tarea escolar.

En una misma ciudad, en una misma escuela, ser migrante y joven se puede vivir de formas muy diversas.

Julio 2020

“Las opiniones expresadas en esta publicación corresponden a los autores y no reflejan necesariamente las de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). Las opiniones empleadas en esta publicación y la forma en que aparecen presentados los datos que contiene no implican, juicio alguno por parte de la OIM.
La OIM está consagrada al principio de que la migración en forma ordenada y en condiciones humanas beneficia a los migrantes y a la sociedad. En su calidad de organismo intergubernamental, la OIM trabaja con sus asociados de la comunidad internacional para: ayudar a encarar los crecientes desafíos que plantea la gestión de la migración; fomentar la comprensión de las cuestiones migratorias; alentar el desarrollo social y económico a través de la migración; y velar por el respeto de la dignidad humana y el bienestar de los migrantes.”.

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