En Argentina, donde predomina la migración de países limítrofes de habla hispana, la comunidad china tiene una barrera adicional: no dominar el idioma. ¿Cómo transitan esxs niñxs sus infancias? ¿Qué lugar ocupan dentro de sus familias? ¿Qué relaciones establecen con la sociedad? En esta crónica, Alejandra Conconi recorre las historias de hijxs que asumen responsabilidades y se convierten en adultxs tempranxs a miles de kilómetros del lugar en que nacieron.
Entre el 2011 y 2013 viví en la ciudad de La Plata, mi ciudad de origen. Hacía poco había vuelto de una beca en China y todo lo chino, el idioma, la comida, ciertos objetos, se sentía muy cercano.
La ciudad tiene ahora supermercados chinos repartidos por todos lados. En la avenida 19, a la vuelta de mi casa hay uno y voy a hacer unas compras. Llevo varios libros con títulos escritos en caracteres bajo el brazo.
—¿Vos leés? —pregunta con simpatía Marisa, de nacionalidad paraguaya sentada en el ingreso. Después me entero que es la esposa de Diego, que llegó hace 10 años de Fujian y es dueño del supermercado.
Llama la atención de su marido y él me pone a prueba:
—Así que sabes leer chino…bueno… probá leer esto.
Me da un cuadernillo de alrededor de 50 páginas y señala un párrafo. Me concentro en la pronunciación. Diego me escucha y dice:
—¡Bueno, muy bien, pero con más sentimiento, porque es la palabra de Jesús!
Les cuento que soy vecina y trabajo en el Instituto Confucio, una institución nueva en la ciudad. Tienen dos hijas de 5 y 7 años y Marisa quiere que aprendan el idioma paterno. Nos pasamos los teléfonos y desde ese día comienza un intercambio que me despierta un poco de gracia: yo les enseño chino inicial a sus hijas y él me predica la palabra de Dios cuando los visito.
Un día me lleva a ver los avances de la obra de su casa, ubicada arriba del local donde trabaja de lunes a domingo. En la cocina, el porcelanato brilla y hay una cocina industrial para preparar los salteados chinos. Un pasillo de seis metros conduce a las habitaciones y a la escalera para acceder al altillo. El salón tiene un techo de madera con forma de bóveda, pensado para jugar a las cartas con los paisanos.
—Los argentinos piensan que el chino tiene toda la plata, que somos saqueadores de riqueza local y sacamos trabajo a la gente— me dice en tono parco.
Diego Ma es dueño de uno de los más de 10.000 supermercados con propietarios de origen chino que existen en Argentina.
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La familia Chen vive en un departamento de cuatro ambientes en el centro de la ciudad. Tiene pisos de madera y molduras clásicas en el techo. En el ingreso hay un botinero repleto de chancletas de plástico y una barrita de metal en el piso, que marca el lugar donde ya no podemos circular con nuestros zapatos de exterior.
Me saco las zapatillas, me pongo unas chanclas azul oscuro y mientras avanzo por el comedor la señora Chen me agradece en chino que lo ayude a su hijo Kevin con el idioma español, con una gran sonrisa en el rostro y cierta expresión de alivio.
Tiene reflejos caoba y el pelo con permanente atado con colita.
—¿Querés tomar algo?
—Un poco de agua está bien.
Pone en la mesa agua caliente en un frasco grande de conserva y de ahí me la sirve en el vaso aún tibia. Me siento de nuevo en China.
Al terminar la primera clase, me invitan a almorzar al restaurante familiar. Venden comida por peso y también tienen mesas de madera para comer allí. Mientras bajamos el ascensor, Kevin me dice con gesto de preocupación:
—Si hablo perfecto español, me voy a olvidar el chino.
Me cuenta que siendo más chico él ya vivió en Argentina y al regresar a China a los cinco años olvidó un poco el chino mandarín. Me da ternura su comentario y le doy tranquilidad.
—Ahora eso no va a pasar, podés hablar bien los dos idiomas.
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Chao Xu al llegar a la Argentina, se buscó un nombre en español como hace la mayoría de los chinos y las chinas. Pero no tuvo que usarlo: para sus compañeros/as de colegio era fácil pronunciar “Chao”, como Manu Chao. Ya vivió más años acá que en China y habla con inconfundible acento porteño.
En 1989 sus papás tuvieron miedo con los sucesos de Tiananmen y buscaron donde emigrar. Por un familiar, también cantonés, que ya estaba en Argentina lo eligieron como destino.
Tardaron dos años en concretar el propósito. Su historia se parece a la de Kevin. La familia vino por un año a conocer el lugar, hacer contactos y ver cuál era la mejor alternativa de inversión. En ese momento, Chao tenía 6 años. Le quedan pocos recuerdos: haber comido en una parrilla y dormir toda la familia en un único cuarto.
En 1997, importaron máquinas para producir fideos de arroz y empezar un negocio en el barrio de Palermo, apostando sus ahorros al país del 1 a 1. En el mismo espacio crearon una rotisería y dividían el tiempo en ambos rubros. Toda la familia trabajaba y la presión por aprender rápido español era enorme. Como pasa con muchos niños, niñas y adolescentes migrantes de origen chino, se convirtió en poco tiempo en el nexo de la familia con el mundo exterior: daba explicaciones a inspectores, traducía a su papá con el cardiólogo, defendía a la mamá si le querían cobrar de más en el colectivo.
—Cuando hacía el reparto de la rotisería, me daban moneditas de propina y yo las iba juntando. A veces iba y me compraba un panchito y también juntaba todo lo que podía para ir a un teléfono público y llamar a mi abuela que quedó en China. Cada vez que discaba me ponía a llorar y ella también.
Es que cuando se migra, se pierden los afectos de golpe.
Comenzó la secundaria en Esnaola, un colegio conservatorio que funcionaba en una casa con patio, una comunidad chiquita de menos de 200 personas, donde todos se conocen.
En China le habían enseñado que cuando un compañero hacía algo inadecuado todos lo señalaban con la maestra. Una clase un alumno tiró un bollo de papel al pizarrón y cuando el profesor se dio vuelta, Chao en piloto automático señaló al compañero.
Ese día lo perdonaron. Un migrante aprende rápido algunos códigos.
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La señora Chen me trae el cuaderno de comunicaciones y me muestra una nota escolar. Es marzo de 2013. Kevin robó la alcancía del regalo del día de la familia. Sentado cerca, nos mira a las dos:
—No voy a robar más.
Chen me cuenta que su hijo quería comprarse juguetes y no le pidió plata. Quiere saber si hay más información de las maestras. A veces, además de ayudar a Kevin, ayudaba a la mamá a traducir frases y los contextos. ¿Cómo explico sobre el disfraz para el 25 de mayo?
Kevin con sus 10 años también está aprendiendo del contexto.
—Profe, ¿quién ese ese argentino que ahora es famoso?— me dice en chino.
—Es el líder de los católicos en todo el mundo. ¿Sabés lo que es un católico? Es como un budista, como Confucio, pero de acá.
Siempre me habla de los chicos de su clase: a uno le regalaron ayer un IPhone. Me pide ayuda para suscribirse a la página de Gaturro, igual que sus compañeros. Llegamos de nuevo al restaurant de la familia y me deja un rato sola en la mesa:
—Profe, voy a ayudar a mi familia— y lo veo dando saltos y colocando bebidas en la heladera mostrador. Tiene 10 años y el trabajo todavía es un juego.
Lo invito a participar de las clases de idioma chino para niños y niñas que se dictan los sábados en el Instituto Confucio de La Plata. Allí, 9 argentinos/as de su edad aprenden los caracteres básicos. Kevin va al pizarrón, corrige, ayuda. Pasar al frente de la clase le cuesta en su escuela, pero en el Instituto parece disfrutarlo.
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Conocí a Chao en el año 2006 en un evento de la embajada china en Buenos Aires. Tocaba el erhu, un instrumento de dos cuerdas con una pequeña caja vibratoria de madera rojiza y un lado forrado con piel de serpiente. No tiene diapasón, y eso hace que encontrar las notas resulte muy difícil. No es un problema para Chao, que ganó el premio juvenil de erhu a los 11 años en Guangzhou, una de las ciudades más grandes y ricas de China.
Desde un rincón, cierra los ojos mientras toca sonidos que a veces recuerdan la voz humana, la cabalgata de un caballo y también su relinchar. Todo eso hacen dos cuerdas y un maestro. Mientras toca, su cuerpo también baila.
Ser distinto a los demás genera inseguridades, pero a veces es una ventaja. Con los años, su técnica llama la atención y conmueve en la escena del tango y de la música clásica. Pasó por la Orquesta de Cámara de La Plata, la Sinfónica Nacional, la banda de tango electrónico Tanghetto y hoy está en la Orquesta del Tango de Buenos Aires. En China, seguro habría sido más difícil, piensa, porque competiría con miles de músicos.
—Soy chino, no soy chino. No es fácil asumir la dualidad, ser diferente. Con el pasar de los años uno lo asume.
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Una semana de febrero de 2019 Gladys anda inquieta, su nene Beltrán está enfermo en pleno verano y le da inseguridad mandarlo a la colonia. Abre el chat en WhatsApp de mamás del colegio Lincoln de La Plata.
—Chicas, ¿se enteraron?
Lucas Lin, de cinco años se separa del resto de sus compañeritos. ¿Necesitaba ir al baño, buscaba a su hermano, tuvo problemas para comunicarse?
Aún no se pudo reconstruir lo que pasó las horas antes de la merienda, en que Lucas se ahogó en la pileta del colegio y los responsables de su cuidado no lo advirtieron.
Al día siguiente, se hace la primera marcha convocada por la familia Lin.
-Chicas, ya llegué, ¿me avisan dónde están? – avisa Gladys.
Está la comunidad china local y menos de treinta padres y madres del colegio. La ausencia también se siente en el chat. Con la compra del regalo de la maestra y los actos escolares el chat estallaba y con la muerte de un chico, nada.
Julia, otra mamá piensa que esto es reflejo de nuestros tiempos, donde estamos ensimismados y cuesta tanto empatizar con otras personas. Algunas madres y padres comienzan a indignarse, los directivos no aparecen en la marcha, ni en la misa que se celebra en la Iglesia San Ponciano. De la sensación de enojo e impotencia surgió el hashtag #ysifueratuhijo y más personas empezaron a solidarizarse con la familia Lin.
Muchas veces se dice que las tragedias no distinguen estatus u origen.
El 5 de febrero, un responsable de la colonia llamó a Jianying, la mamá de Lucas. Trataron de explicarle que pasó, pero ella no entendía.
Al día siguiente los periodistas se acercaban a Min, el papá de Lucas y un amigo migrante chino hablaba en representación suya. Min tampoco entendía, no les podía decir casi nada, pero sus ojos comunicaban, dilatados, con lágrimas, con impotencia.
Jianying, madre de Lucas, entró en una profunda tristeza y, como sucede con muchos/as migrantes al enfrentar situaciones dolorosas, volvió a su ciudad de origen para estar cerca de su hermana y amigas.
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En un país donde predomina la inmigración de países limítrofes de habla hispana, los migrantes chinos tienen una barrera adicional en su adaptación al contexto local. No dominar el idioma, invierte algunos roles en muchas familias. Los padres y las madres pasan a depender de sus hijos/as como intérpretes y nexos con la sociedad. Asumen responsabilidades y se convierten en adultos tempranos, especialmente durante la adolescencia.
En los niños/as migrantes e hijos/as de migrantes, los procesos de adquisición de la lengua local suelen ser más tardíos y con eso, la posibilidad de expresar sus emociones, participar activamente de juegos y socializar con sus pares. Es tarea y responsabilidad de quienes están cargo velar por una mejor integración intercultural que los proteja y respete en su diversidad.
Ante casos como el de Lucas Lin, la falta de redes de contención, de comprensión del sistema de justicia y la dificultad de poner en palabras un reclamo, son factores que, muchas veces, vulneran los derechos de las personas migrantes. Min Lin esbozaba unas pocas palabras en español en febrero de 2019 pero, un año y medio más tarde, habla con periodistas y abogados con fluidez. Mientras espera el juicio por el fallecimiento de su hijo, por las noches aprende palabras con un diccionario chino-español. Consulta en la embajada y se prepara para seguir luchando para conseguir justicia.
Julio 2020