Un escudero para Anita

En 2018 Juancho viajó por tierra durante siete días para llegar de Barinas a Buenos Aires. Decidió irse de Venezuela cuando recuperó su libertad, después de estar un mes detenido en una sala de la Policía Estatal, acusado de ser un “político pagado”. En ningún momento perdió la calma. En Argentina se convirtió en el apoyo de Ana González. Un compañero con quien compartir el sacrificio y los sentimientos de la migración: disfrutar y extrañar, sonreír y llorar. Y seguir adelante aún cuando la calma no aparece.

Las facciones de Juancho son alegres. Suele saludar con un “Epa qué hubo”. Mientras habla, deja su mirada fija en el techo; tiene un gesto particular de jugar con su barba, peinarla y despeinarla. Juancho es el diminutivo de Juan Carlos, así lo llamamos quienes lo conocemos. Creció entre historias y costumbres españolas, tiene un parecido insuperable al de su abuelo Vicente, castaño, alto, flaco y locuaz.

Al abuelo Vicente no pude conocerlo; cuando llegué a la vida de Juancho, o él llegó a la mía, solo compartí con su abuela Emilia, que con detalles me enseñó que la merienda favorita de Juancho es el pan tostado con manteca y café con leche; compartimos esa merienda entre las dos, mientras me narraba sus anécdotas de migrante: el viaje en barco cruzando el continente, la despedida con la familia y el empezar de cero. Los abuelos llegaron a Venezuela huyendo de la Guerra Civil que durante 40 años dificultó a España.

Desde que era un bebé, Juancho estuvo bajo el cuidado de sus abuelos, a sus diecinueve años, los roles se invirtieron. Juancho visitaba a la abuela por lo menos una vez al día, iba a pedir la bendición, y acompañarla. En Venezuela, pedir la bendición es una expresión religiosa y una tradición familiar; responder con un “Dios te bendiga”, fue algo que la abuela migrante asumió a la perfección.

Para Juancho y su familia, conseguir las medicinas de la abuela o el dinero para comprarlas era un desafío crucial debido a la situación del país. Eso, y la poca expensa de comida en su casa, significaban indignación; la misma indignación que llevó a miles de venezolanos a salir a las calles y manifestar. El 11 de mayo de 2017 se convocó una nueva marcha contra el Gobierno de Nicolás Maduro; en las marchas, un grupo de jóvenes cumplían el rol de escuderos; encabezaban las manifestaciones, protegidos por escudos hechos de madera, latas de barriles o antenas parabólicas, los decoraban con símbolos patrios o llamados de protesta como “Elecciones Ya”.

Juancho fue un escudero; ese 11 de mayo, cuando la manifestación se encontró con uno de los piquetes de seguridad, fue detenido por la Policía Nacional Bolivariana en el estado Barinas. Juancho describe la escena:

—Cuando vi que los policías nos tenían rodeados, corrí hacia atrás, traté de saltar una cerca que se dobló y me caí, al levantar la mirada vi a tres policías apuntándome con sus pistolas, uno me dijo “quédate quieto o te mato”.

La tortura que Juancho vivió comenzó en el piso con las piernas desmayadas de tanto temblar, una policía le quitó el casco y lo usó para golpearlo tantas veces en la cabeza, que no pudo contarlas. Al agrupar a los detenidos, los desnudaron, les colocaron gas pimienta en sus rostros y con una lacrimógena adentro, los encerraron en el blindado. El uso excesivo de la fuerza policial y militar en Venezuela es el pan de cada día. En julio de 2019, el informe sobre los derechos humanos de Venezuela de la Alta Comisionada de la ONU, Michelle Bachelet, especificó que las fuerzas de seguridad y servicios de inteligencia, como el SEBIN, recurren a torturas como usar corriente eléctrica, asfixiar con bolsas de plástico, simulacros de ahogo, entre otras. A Juancho el SEBIN le preguntó:

—¿Por qué estabas metido en la marcha?

—Porque en mi casa no hay comida y mi abuela no tiene sus medicinas.

A Juancho le dieron palizas y lo amedrantaron. El SEBIN quería escuchar los supuestos nombres de quienes le habían pagado para que saliera a la calle, sabían que protestaba desde ocho años atrás, tenían registros fílmicos de él en otras marchas y saludando a dirigentes juveniles; como él dice, le tenían el ojo puesto.

Juancho estuvo detenido junto a más de treinta personas, en una sala con menos de veinte metros cuadrados. La habilitaron dentro de la Policía Estatal, al principio solo habían manifestantes, luego metieron personas con antecedentes penales. Dormían en el piso, a veces esposados. La técnica para hacer espacio era abrir las piernas y entrelazarlas con el compañero del frente, dice Juancho:

—Como unas tijeras abiertas.

Entre los detenidos había hombres y mujeres. Una de ellas tuvo que ser puesta en libertad a los dos días, debido a una fuerte infección que causó el orine de los presos; parte del listado de torturas a las que se refiere Bachelet. Durante su detención, la familia de Juancho y yo solo pudimos comunicarnos a través de cartas. Su papá le llevaba las comidas y algunos cigarros. Adentro, no todos recibían ayuda, entonces, como podía, Juancho compartía sus alimentos con algunos compañeros. Por su físico y barba fue apodado “El Musulmán”. Su tranquilidad lo hizo liderar normas, como el orden en el que saldrían de tres al mismo tiempo, a bañarse y hacer sus necesidades fisiológicas, todo en cinco minutos.

El SEBIN no consiguió pruebas de que Juancho fuese un político pagado. Después de treinta y tres días, fue puesto en libertad bajo fianza y con régimen de presentación. La estrategia que Juancho usó para sobrellevar toda esta situación fue controlarse, mantener la calma, respirar más lento, desde que estuvo en ese blindado con una lacrimógena como aire, hasta el último día en esa sala con más de treinta personas.

Mantener la calma es el hito de Juancho, son las palabras que me ha dicho una y otra vez, cuando nos invaden las diversas situaciones que hemos vivido desde que dejamos Venezuela.

***

En diciembre de 2017 le comunicamos a nuestras familias la decisión de dejar el país. El 25 de enero de 2018, entre un mar de gente, caminamos los 315 metros del Puente Internacional Simón Bolívar, que separa a Venezuela de Colombia. Nos invadía la nostalgia; sentados en el piso, comimos la vianda con pasta y carne picada que mi mamá nos había preparado para el camino. En aquel momento asumimos nuestra condición de migrantes y recordamos las palabras con la que la abuela Emilia nos despidió:

—¡Lo único que os pido es que seáis felices!

Ninguno había estado fuera de Venezuela, sabíamos que nos enfrentaríamos a diferentes situaciones y en cada una, damos fuerza a las palabras de la abuela migrante: “Hay que aguantar”. En autobús cruzamos Latinoamérica, y por la fecha de nuestro trámite migratorio en Argentina, esperamos cinco meses en Ecuador. El 11 de junio retomamos nuestro destino, frontera por frontera, terminal por terminal: Ecuador, Perú, Chile y Argentina; siete días de viaje, buscando wifi en cada parada para informar a nuestras familias con un WhatsApp: “Ya estamos en Tacna (…) llegamos a Arica (…) Saliendo de Santiago”. Días de cansancio y miedos, sentimientos que se opacaban cuando admirábamos los paisajes que nos mostraba cada país. En la Cordillera Andina recibimos nuestro 8vo aniversario. Cada terminal fue un logro. El 18 de junio de 2018 pisamos el terminal de Retiro en Buenos Aires.

Un domingo por la mañana le dije a Juancho:

—Vamos a llegar en invierno, compremos unas chaquetas gruesas.

La compra se volvió una misión en el húmedo y caluroso clima de Guayaquil, Ecuador. A tropiezos aprendimos palabras nuevas: campera en lugar de chaqueta, maracuyá en vez de parchita. Aprendimos los nombres de nuevas calles. Al llegar a Argentina, dormimos noches frías de invierno en el piso, comíamos una sola vez al día; nuestro primer alquiler fue la sala de un departamento con un mini sofá en el rincón, tan mini que ahora con risas lo recordamos, como la cama que nos enseñó lo que es estar uno al lado de otro. Aprendí a preparar cafés y atender la barra de un restaurant, luego aprendí a dirigirlo. Juancho conoció toda Capital Federal, vendiendo el producto de una empresa que lo contrató de forma regular; nuestra primera buena noticia en el país.

***

Emigrar es significado de sacrificio y los sacrificios esconden sentimientos encontrados: disfrutar y extrañar, sonreír y llorar, conectar a la familia solo desde la bocina de un teléfono; la única opción efectiva de quien emigra es continuar. El 17 de abril de 2019, en mi teléfono entró una llamada de WhatsApp que decía “Mami”, con la voz quebrada mi mamá dijo: “Anita, tiene que ser fuerte, mamá acaba de morir”. Caí como quien resbala de un último escalón.

Mantener la calma, la única bandera de Juancho. El diagnóstico que surgió de mi pérdida indicó: Trastorno depresivo persistente. En ese momento era yo quien debía buscar la calma y continuar. Por las madrugadas, Juancho salía corriendo a la cocina, buscando un vaso de agua que me recuperara de los ataques de ansiedad; otras noches, hacía vigilia mientras me veía dormir. A partir de ahí, mi salud mental se convirtió en nuestra batalla más grande como migrantes.

Juancho sobrellevó la carga, pasó de ser el escudero de un pueblo que alzaba su voz, a ser mi escudero cuando la calma no aparece. Un día, al colgar una llamada con su familia, me dijo:

—Me abrieron un nuevo expediente, ahora soy un prófugo de mi país.

Para el Gobierno de Venezuela, los presos políticos son “terroristas de la Nación”. Juan empuja las esquinas de sus uñas hasta aplanarlas cuando está ansioso; sus uñas eran lo único que tocaba mientras aceptaba que, como prófugo y terrorista, no podía volver al país hasta que sea destituida, la famosa “Revolución”. Juancho, en calma, espera que pase.

El monitoreo de flujo de población venezolana en Argentina realizada por la OIM, en septiembre de 2019, definió que el 41,60% de los migrantes había sufrido estrés o malestar emocional. Como migrantes tenemos dos versiones: lo que fuimos y tuvimos allá, en nuestra tierra, y lo que somos y tenemos, acá en nuestro nuevo hogar. Emigrar enseña a tragarse los insultos y los halagos ¡De los dos hay que cuidarse! Por emigrar tuve que llorar la muerte de mi abuela y al día siguiente ir a trabajar a las 06:00am, como si nada. Emigrar nos enseña a ser duros como un roble, a dosificar las emociones, a creer en los sueños y a esperar el mañana.

La importancia de asistir a terapias se asemeja a la importancia de comprar la comida del mes. Se necesitan servicios accesibles de ayuda especializada, se necesita voluntad para sobrellevar lo que se conoce clínicamente “duelo migratorio”, se necesitan romper estigmas y señalamientos y normalizar la salud mental para poder hablar de los problemas. Se necesita ayuda para desahogar ¡Yo necesité un escudero para continuar!

Julio 2020

“Las opiniones expresadas en esta publicación corresponden a los autores y no reflejan necesariamente las de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). Las opiniones empleadas en esta publicación y la forma en que aparecen presentados los datos que contiene no implican, juicio alguno por parte de la OIM.
La OIM está consagrada al principio de que la migración en forma ordenada y en condiciones humanas beneficia a los migrantes y a la sociedad. En su calidad de organismo intergubernamental, la OIM trabaja con sus asociados de la comunidad internacional para: ayudar a encarar los crecientes desafíos que plantea la gestión de la migración; fomentar la comprensión de las cuestiones migratorias; alentar el desarrollo social y económico a través de la migración; y velar por el respeto de la dignidad humana y el bienestar de los migrantes.”.

CRÓNICAS MIGRANTES