Ruzana, Narek y su hija Anush llegaron a la Argentina escapando de la persecución en Armenia. Constanza los conoció en plena pandemia, mientras buscaban ser reconocidos como refugiados. La distancia cultural, el idioma y la lejanía virtual se acortaron cuando Anush, con absoluta solemnidad, le regaló el título de abuela.
Peter Sloterdijk, un filósofo alemán del siglo XX, dice que el inicio de todas las historias de vida comienza con la ausencia de su protagonista; o al menos con la ausencia del recuerdo de haber estado presente en ese instante.
“Llegamos a la vida con el primer acto empezado”, explica. Así, vamos siendo desde la historia que recibimos, y de aquellos que nos acogieron. Vamos descubriendo nuestro origen y construyendo nuestra identidad.
Cuando Anush llegó a mi vida -o yo llegué a la de ella- nuestra historia transcurría en actos muy diferentes, tan distantes y diversos que era imposible imaginarnos en una escena común. El 20 de marzo de 2020 llegó para ambas la pandemia del Covid-19, como una amenaza incierta.
Anush y yo, cada una desde su lugar, fuimos sumergidas junto a millones de argentinos en un mar de vulnerabilidad que sepultaba los abrazos, sin distinción de edad, religión, raza, nacionalidad o condición social. Ser detectado positivo dejaba de ser una cualidad para convertirse, irónicamente, en el resultado de un test dramático.
La mochila rosa que Anush había comenzado a llevar a su tan ansiado primer grado en la Escuela Tomasa de la Quintana quedó solitaria en un rincón de un monoambiente de la Avda. Corrientes. Allí vivía ella, con su papá Narek y su mamá Ruzana, embarazada de siete meses. Un minúsculo ambiente, con poca ventilación y escasa luz, que durante muchos meses se convirtió también en escuela, hospital, taller de costura y plaza.
Llámese casualidad o providencia divina, durante esas semanas agobiantes el mismo virus que se imponía como el mayor enemigo de la sociedad del siglo XXI se convirtió para Anush y para mí en un aliado inesperado. La pandemia hizo posible que nuestras vidas se entrelazaran en un acto original y fundante, que nos constituyó como nieta y abuela para siempre.
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Anush tiene una voz dulce, es inquieta y creativa. Llegó a la Argentina a los tres años, pero es capaz de describir con precisión algunos rincones de su querido Erevan, como si nunca se hubiera alejado de su tierra. Tiene un paladar delicado, disfruta el sabor de una buena sopa armenia y se queja cuando la comida que sirve su madre se parece más a un potaje ruso, sin condimentos. Habla armenio y español con fluidez, también un poco de ruso. Lo que más le fascina es cantar boleros.
En los días de nostalgia, cuando ve que su madre Ruzana lagrimea al terminar una videollamada con su familia, Anush transforma cualquier objeto en micrófono y canta su bolero preferido, como si cantara un poco de su historia, y de tantos corazones que están lejos de su hogar
Ya no estas más a mi lado corazón
en el “arma” solo tengo soledad
y si ya no puedo verte
¿por qué Dios me hizo quererte
para hacerme sufrir más?
Es la historia de un amor como no hay otro igual.
Quiero saber. Necesito saber cuál es ese amor inigualable que parece embargar a Anush cuando canta. Su madre me responde sin dudar: es Armenia. Porque para los armenios la tierra lo es todo: gozo y dolor, amor y sufrimiento. Mientras charlamos Ruzana me ofrece café y manzana, naranja y banana, cortadas en rodajas; un maridaje impensado para mí. La infusión con frutas es una costumbre bien armenia y Anush me explica cómo comerlas.
Ruzana me cuenta con orgullo que esas tacitas negras, con arabescos dorados, las trajo muy bien envueltas desde la casa de su madre. Miro sus ojos e intuyo que cada taza encierra lejanas noches de intimidad familiar, risas y recuerdos que ahora le hacen tanta falta. El café es fuerte y me infunde un cierto coraje para preguntar: ¿cómo se explica a una niña tan pequeña un cambio tan grande? ¿cómo se la prepara para despedirse de una vida, sin fecha de reencuentro?
Los ojos color miel de Ruzana se enrojecen, se queda en silencio. Después cuenta que Anush intuía que esa travesía, a la que titularon “vacaciones”, era diferente y los días previos al viaje sostenía una sabia resistencia al futuro. No quería soltarse de su tía Anush, hermana mayor de su padre, e inspiración para su nombre. A los tres años, apenas balbuceando el armenio, no consentía esas vacaciones, a las que sólo irían ellos tres.
El secreto fue hablarle sobre el mar. Su familia le contó que en Argentina había un inmenso mar que jamás podría ver en Armenia. Con la creatividad propia del amor, le describieron la fuerza de las olas, la arena inmensa, como si las conocieran. El relato de tantas historias saladas conquistaron el corazón de Anush y le sembraron la intriga por ese mar que ya sentía que la estaba esperando.
El 13 de junio de 2017, después de más de 14 horas de vuelo, el avión que los traía llegó a Ezeiza. Anush todavía no conoce el mar.
En dos viejas valijas prestadas, Ruzana, Narek y Anush cargaron su hogar y sus miedos. Trajeron en sus objetos un pasado y un proyecto de familia, guardaron en el corazón el deseo de una Armenia libre y soberana, y arrastraron en todo el cuerpo el temor enloquecido de ser perseguidos: Narek, en Erevan, llevaba meses de esconderse. De distintas maneras sufrió intimidaciones, fue perseguido por las calles, incluso allanaron la casa de sus padres. También Ruzana había sido requisada en la calle mientras regresaba a su casa con Anush.
El cúmulo de sucesos, y la triste suerte que habían corrido otros amigos, puso en alerta y desesperación a toda la familia, al punto que decidieron vender las pocas joyas y muebles y comprar tres pasajes de avión para escapar a la Argentina. Nuestro país era famoso en la comunidad como destino elegido por miles de armenios a lo largo de todos los tiempos.
El paso por Migraciones marcó el instante en que empezaron una vida nueva.
La adversidad del idioma fue la primera ola imponente de ese mar de cambios que enfrentaron al llegar. Para su suerte, en el mismo avión viajaba una pareja armenia radicada hace años en Argentina, que se ofrecieron como improvisados traductores y los llevaron a un hotel barato que conocían en el microcentro y que solo podrían por una semana.
Aquel 13 de junio de 2017 fue en uno de los días más significativos de la infancia de Anush: de un día para otro se convirtió en una niña solicitante de refugio en Argentina. Esa noche, su querida Armenia y el mar argentino con el que soñaba se parecieron: ambos estaban muy lejos.
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Hoy Anush tiene seis años. Lleva la mitad de su vida esperando la resolución del expediente que le concederá, o no, la condición de refugiada. Ella sabe que sirve “a papá para trabajar, a mamá para que vea a un doctor y a ella para ingresar a la escuela”. Así, con mayor o menor detalle, se lo explica su madre y eso le basta.
Pero hay mucho más en ese papel. Para Narek expresa la necesidad de que su temor fundado de ser perseguido por fin sea reconocido por alguien; que ese alguien valide todo ese miedo abrasador de perder la vida que le sigue quemando por dentro. Narek, como millones de personas que solicitan asilo, busca mucho más que recibir protección internacional. Para él, ese estatus jurídico representa que esta vez sean otros quienes se pronuncien frente a esta realidad de profundo dolor, contra la constante vulneración de derechos y las eternas injusticias. Representa el reconocimiento de esa falta de libertad que quiso cambiar hasta el punto de tener que huir de su propia tierra.
Narek sabe en el corazón que ser reconocido como refugiado nunca representará una victoria. Más bien, será el certificado del fracaso patente de una humanidad egoísta, en la que algunas vidas están por demás aseguradas.
La espera es interminable. Mientras, Anush, como siempre, busca el lado positivo de las cosas y vive como un atractivo paseo trimestral el rito de concurrir, con su familia, al edificio donde funciona la CONARE, en la calle Hipólito Yrigoyen 952. La cuarentena obligatoria también la privó de esta rutina: la CONARE implementó un sistema de atención online. Ya no hay paseo, ni escalera, ni dibujos, ni picnic. La vida solo sucede dentro de casa.
Narek y Ruzana atraviesan, una vez más, un túnel de incertidumbre. Narek fue despedido del trabajo a inicios de la cuarentena y Ruzana convive con su lupus y un embarazo de riesgo. Se acumulan las deudas, las preocupaciones y la tristeza, al mismo ritmo que la vida crece en su vientre.
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El trabajo de orientar legalmente a migrantes o refugiados es desafiante y complejo pero este año se volvió doblemente arduo. Las fronteras están legalmente cerradas, aunque fácticamente abiertas ya que la gente se sigue desplazando porque necesita hacerlo, es su derecho tener un suelo que les dé paz. La mayoría llega por tierra, con un promedio de más de sesenta días caminando.
En mi casa se reciben donaciones de alimentos, preparo cajas para paliar en algo la emergencia de muchas familias de migrantes o refugiados sin trabajo.
Abro el Excel de “Alimentos Migrantes/Refugiados” y encuentro una larga lista de solicitudes de asistencia alimentaria. En la fila 44 del Excel encuentro: Ruzana (25) lupus y embarazo de riesgo, Narek (40) desempleado, Anush (6) primer grado sin conectividad. Armenios. Alimentos y orientación legal urgente.
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Llamo a Ruzana para decirle lo que ya sabe: su solicitud de refugio sigue pendiente. En pandemia los Comisionados de la CONARE no se están reuniendo y el tratamiento de casos no permite virtualidad. No hay nada que podamos hacer. Ella escucha, no se queja, no reclama, no llora. Lleva tres años de inexplicable espera. No sé qué más decirle, pero siento que no quiero cortar bruscamente y le pregunto por la fecha del parto, y si tiene cosas básicas para recibir al bebé. Además, hoy es su cumpleaños. De pronto, irrumpe la vocecita de una niña en armenio. Es Anush, le está preguntando cómo me llamo y si voy a ir a su cumpleaños. La saludo con un “Hola Anush” y le mando un beso”.
La conversación queda grabada en mi mente. Así que al día siguiente, aunque no tengo nada legal para decirle, chateamos un rato con Ruzana, solo para saber cómo está. El diálogo fluye y se entremezcla con la voz melodiosa de Anush. Yo intuyo enseguida que es una niña especial y hermosa.
Nos empezamos a comunicar día tras día. En cada diálogo vamos derribando, entre las dos, esa frontera del encierro que nos ahoga de maneras distintas. Anush siempre tiene algo para contarme.
Llega la fecha del parto. Conversamos temprano y casi divertida me cuenta que Anush quiere conocerme y ver mi cara antes de que nazca el bebé. Me saco una muy mala selfie que me muestra ojerosa y cansada. Le envío la foto con un breve audio:
– Hola Anush, ¡espero que no te asustes!
Su respuesta demora unos minutos, pero enseguida me llega un audio en perfecto español:
-¡Hola Abu, cómo estás, qué linda! ¿Cuándo vas a venir? Te amo mucho.
Con la magnitud de su inocencia y este apócope “abu”, ella, que lleva años esperando por un papel, me regaló el título de abuela con absoluta solemnidad y se autoproclamó mi nieta. Anush me otorgó una visa sin vencimiento para ingresar en la tierra sagrada de su familia y de su país.
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Al cierre de esta crónica, Ruzana, Narek y Anush recibieron el reconocimiento de su condición de refugiados. Están muy contentos porque Sogomon, ese bebé que desde el vientre aprendió también a atravesar fronteras, no tendrá que transitar por tan largo calvario. Sogomon nació en la Argentina y ya tiene su DNI.
Hoy nos visitamos con frecuencia. El amor camina por nuestras vidas mientras intento ser una buena abuela.
Cada vez que voy a su casa me espera el café con frutas y cuando la esperanza empieza a diluirse, Anush canta:
Ya no estas más a mi lado corazón
en el “arma” solo tengo soledad
y si ya no puedo verte
¿por qué Dios me hizo quererte
para hacerme sufrir más?
Es la historia de un amor como no hay otro igual.
Diciembre 2021