Las manos de Griselda están curtidas por las tareas en el yerbatal misionero. Su familia llegó de Brasil y Paraguay para trabajar en las plantaciones de las afueras de Oberá, una ciudad en la que conviven quince colectividades y donde en 1936 la policía masacró a cuatro colonos migrantes. Poco antes de cumplir treinta, entendió que la zafra no es herencia ni destino.
En Oberá, una ciudad misionera fundada en 1928, se celebra hace más de 40 años la Fiesta Nacional del Inmigrante. Allí conviven alrededor de quince colectividades, más de veinte templos y un Parque de las nacionalidades como símbolo de encuentro. En las afueras, los campos están regados de plantaciones de yerba mate, tabaco, té y madera para el mercado interno y externo. Sus paisajes ondulados se componen de pájaros y reptiles, arroyos, cascadas y vegetación, y por eso la llaman “La Capital del Monte”.
A unos cuantos kilómetros están las fronteras de Argentina con Brasil y Paraguay. Aunque para uno de esos cultivos, el ilex paraguarienses, árbol nativo de la selva paranaense, los límites políticos no existen. La yerba mate crece y se cosecha en los tres países, aunque el 90% de la producción de yerba se concentra en Misiones. El llamado “oro verde” conforma un mercado de trabajo agrario diverso, asalariado y familiar; permanente y transitorio, en el que las manos de varones, mujeres, adultos y niños/as participan de su cosecha cada año, sin distinción de origen ni nacionalidad.
Unas de esas manos pertenecen a Griselda Ferreira. Desde marzo a septiembre se despierta todos los días a las 4 de la mañana. En su casa o en el campamento siempre hay cosas que preparar. Antes de salir a trabajar, busca leña, hace fuego y cocina el desayuno. Después tiende la cama o acomoda la carpa.
Cuando está en su casa prepara los cuatro guardapolvos teñidos con tierra roja. En los campamentos, en cambio, le toca criar a sus hijos en medio de raídos, malezas e insectos. En las zonas rurales los espacios de cuidado son redes que se sostienen entre familias y la comunidad. Cuando esas redes se saturan, no hay opción, parten a la tarefa con sus pequeños hijos.
Así circulan ellas, sus hijos e hijas, sus compañeros. Familias enteras que cruzan fronteras nacionales para encontrarse con otras fronteras, aquellas que los y las separan del trabajo digno, registrado, con una remuneración que les permita seguir comprando mandioca, arroz, leche, guardapolvos, yerba para sus propios mates. Después de una jornada de más de 8 horas, a ella le pagan apenas $3,50 por el kilo de yerba cosechado.
Griselda sueña con conocer Brasil, ese lugar donde hablan la lengua que aprendió en su casa cuando era niña, el portugués, y que, al igual que la tarefa, marca su vida. Cualquiera podría pensar que el idioma y el trabajo forman parte de su herencia, pero Griselda refuta esa teoría: ni ella ni su familia eligieron ese oficio. “En este lugar, las personas que no tienen estudios viven de eso, de la tarefa. Muchos que vienen a Oberá -incluso de otras provincias como Buenos Aires o Santa Fe- y no han estudiado, aprenden este oficio: el de la cosecha de la yerba mate.
Tarefa es tarea en portugués y ha sido el oficio de casi toda la familia de Griselda. Sus bisabuelos llegaron desde Minas Gerais. Ella no sabe muy bien por qué. Murieron antes de que aprendiera a hablar y pudiera preguntarles. Desde Paraguay también llegó otro de sus abuelos, a quien recuerda porque hasta el día en que falleció habló guaraní. Todos tuvieron el mismo destino en la cosecha. Su papá, que hace poco se jubiló, trabajó toda la vida tarefando. Nunca aprendió a leer ni escribir.
Griselda fue muy poco tiempo al colegio. Como el calendario de la tarefa y el escolar coincidían, tuvo que abandonar los juguetes y los cuadernos y cambiarlos por las herramientas de cosecha y las ollas para cocinar. Al igual que su padre, desde niña trabajó en el campo. Se levantaba temprano y caminaba con su mamá siete kilómetros hasta donde estaba el patrón. Ahí no se podía jugar. Fue niña y mamá al mismo tiempo. De sus hermanos, primero, de sus propios hijos después.
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El 2 de octubre de 2000, treinta y tres tareferos salieron temprano desde Oberá a Colonia Aurora subidos en la parte de carga de un camión. A mitad de camino, en el pueblo de 9 de julio, los cambiaron por otro más viejo que no tenía frenos. A los pocos kilómetros el camión descarriló y volcó sobre la Ruta 2, cerca del pasaje de Doradito. El tío de Griselda, José de Olivera, y tres personas más murieron. Hoy se los recuerda como “Los Mártires de Aurora”.
La tragedia, que en realidad fue desidia y abandono, sucedió sesenta y cuatro años después de la Masacre de Oberá. En 1936, mientras trabajadores y colonos rurales del tabaco -la mayoría proveniente de Rusia, Polonia y Ucrania- reclamaban mejores condiciones de trabajo, la policía los emboscó y disparó a quemarropa. Fueron asesinados Nicolás Oyempamchuk, Nicolás Holifarechuk, Iván Melnik y Basilicia Savinski, una niña de 14 años.
En este tiempo las cosas no han cambiado tanto. Las historias de quienes trabajan para que los chimarrão y las guampas se rellenen por las mañanas siguen siendo amargas. Griselda dice que no olvida: recuerda la masacre y a su tío.
La última vez que trabajó en la zafra fue en julio de 2019. Ese día se levantó a las cuatro de la mañana y preparó su comida y agua. Esperó sola la traffic del patrón que la llevaba al yerbal. Esas últimas hojas que tocó, recuerda, le congelaban las yemas de los dedos, se sentían como hielo. El calendario de cosecha seguía coincidiendo con el escolar, pero esta vez con el de sus hijos. Pensó que si el trabajo no se heredaba, entonces el destino de ellos era una pregunta abierta.
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A los 31 años retomó y terminó la escuela primaria. Dejó la tarefa para dedicar más tiempo a sus hijas, a sus estudios y a garantizar que aprendan a leer y a escribir.
– Yo no quiero lo mismo para ellos- dice.
Griselda sueña.
Griselda tampoco olvida.
Diciembre 2021