Mariela y Velia se conocieron en El Pueblito, un barrio de la periferia de Córdoba con fuerte presencia de la colectividad peruana. Primero fueron vecinas, luego amigas y, más tarde, inseparables. Entre las dos organizaron un merendero, participaron de marchas, reconstruyeron sus vidas después de un incendio. En la tierra que eligieron para vivir, saben que algo de su futuro es seguro: siempre estarán juntas.
“Y esta, ¿qué me va a pedir?”, pensó Velia al ver que Mariela se acercaba desde la vereda de enfrente.
“Esta es la última vez que pregunto. Y si no, nos iremos para otro lado”, se dijo Mariela, con la misma desconfianza.
El sol abrasador del verano cordobés brillaba sobre las calles guadalosas del barrio “El Pueblito”. Mientras la seguía con la mirada, Velia sostenía un balde de mezcla y sacaba cuentas con los dedos: contaba las bolsas de cemento, los ladrillos que había puesto y calculaba los que faltaban. De la misma forma en que calculaba qué materiales necesitaban para levantar una pared ella medía los ingredientes para preparar ceviche: hacer una casa y cocinar tenían cosas en común.
La llegada de una chica muy joven con un bebé en brazos interrumpió el trabajo y los recuerdos de su vida en Lima. Mariela tenía los pies llenos de tierra. Las dos se miraron y mientras Mariela se corría el pelo de la cara transpirada, le preguntó:
– Doñita, ¿sabe de algún terreno por acá? Estoy buscando para hacer mi casa, me dijeron que hay bastantes compatriotas en esta parte.
Velia dejó el balde en el piso y se sacudió las manos.
– Este que está acá al lado está libre.
Mariela cerró los ojos y, por primera vez en muchos días, su sonrisa le ganó al cansancio. Córdoba por fin le ofrecía un pedacito de tierra que hiciera de hogar.
Desde ese día fueron vecinas. Y más tarde, amigas. Un tiempo después se volvieron inseparables. “Donde está una, está la otra”, dicen en el barrio, y ellas asienten entre risas en el taller de costura de Velia.
Velia tiene 54 años, llegó a Córdoba en 2011. La trajeron engañada a un trabajo que no era. Sobre aquel tiempo dice frases cortas e incómodas: “De eso no me gusta hablar”.
Con Paco, su actual novio, vivieron en diferentes partes de la ciudad. Alquilaron habitaciones y departamentos mientras pasaban de un trabajo a otro: ella fue costurera, casera, niñera, empleada doméstica, cocinera, vendedora, hasta que dieron con el terreno y la posibilidad de construir la casa propia.
Mariela tiene 27 años y llegó en 2014 junto a su pareja y su hija de unos meses a vivir en la casa de su suegra, en otro barrio con fuerte presencia de la colectividad peruana. Su desembarco en el Pueblito fue a partir de recorrer y “preguntar, preguntar, preguntar” en muchos lugares dónde había un espacio posible para construir.
Por sus edades y por sus gestos podrían ser madre e hija. Se mueven en los terrenos de una y la otra con comodidad, se dan opiniones sinceras, se retan, se defienden con uñas y dientes.
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“El Pueblito” es un barrio grande ubicado en el extremo oeste de Córdoba. Tiene dos sectores bastante definidos: la parte “de arriba” y la “de abajo”. Esta última tiene un trazado más irregular y autoconstruido. Es un asentamiento habitado en su mayoría por migrantes peruanos y peruanas.
En 2018, las casas de Velia y Mariela eran de las pocas que se habían terminado en la parte “de abajo” del barrio, que se estaba poblando cada vez más. Con los nuevos vecinos, llegó también la necesidad de reunirse para “parar la olla” y dar una respuesta colectiva a los problemas compartidos.
Las dos amigas empezaron a participar como cocineras en un merendero de la parte “de arriba”, pero después de algunos conflictos se alejaron de esos espacios. Como vieron que faltaba uno para su propio barrio, lo instalaron en su cocina
“No teníamos nada de nada”, recuerdan. Tocaron puertas, hablaron con las vecinas y se organizaron. El Movimiento de los Trabajadores Excluidos (MTE), organización en la que militan, les dio alimentos y apoyo para conseguir materiales y construir de a poco el cuarto precario que hoy funciona como comedor.
El grupo se amplió, consiguieron que varias vecinas se turnaran para cocinar y, también, que más familias se acercaran a buscar un plato de comida. Pronto llegaron los salarios sociales complementarios en reconocimiento del trabajo comunitario.
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Es de noche y después de cenar Mariela se acerca a la casa de Velia. Conversan mientras miran la tele y los niños juegan con los perros, que nunca se cansan de los tirones de orejas. Las mujeres anotan en un cuaderno los gastos de los últimos días. Así llevan las cuentas: “Para que nadie tenga nada para decir de cómo se gasta el dinero”.
A lo lejos escuchan gritos que se acercan hasta la puerta. Alguien llama con desesperación el nombre de Mariela. Ella se asusta. Salen corriendo a ver qué pasa, sienten un olor muy fuerte y el humo les irrita los ojos. La casa de Mariela se está quemando, desde afuera se ve una columna de humo muy negro. La cocina había quedado prendida, la manguera de la garrafa se zafó y pronto todo se prendió fuego.
Los vecinos y vecinas corren con baldes y frazadas para apagar las llamas. Cuando lo consiguen, ven lo que queda de la cocina: los restos son una masa negra indistinguible que huele a quemado. Mariela, en medio del llanto, se da cuenta de que en la cocina también había una mochila con todo el dinero del comedor para hacer la compra de los materiales. Se arrodilla en el piso tratando de salvar algunos billetes, pero no queda nada. Velia le promete que también esto va a pasar. “Donde está una, está la otra”, y en los días siguientes organizan polladas, venden tortas y vuelven a juntar hasta el último peso.
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Es noviembre de 2021, son las 12 del mediodía y una muchedumbre rodea el Ministerio de Desarrollo Social de la provincia. Una nena tiene un bombo entre las manos que ocupa más de la mitad de su cuerpo. Lo sostiene firme y lo hace sonar con fuerza. La rodean algunos hombres con pecheras azules que sostienen otros bombos y mueven la cabeza marcando el compás. Ella se baja el barbijo y les sonríe. Más allá, un grupo de mujeres despliega unas banderas enormes.
Una mano en el hombro y una voz diciéndole que no se aleje le hacen saber que su mamá, Mariela, está a su lado. Velia intenta escuchar lo que se dice más adelante, pero los aplausos y los ruidos no la dejan.
Las organizaciones sociales están reclamando por un aumento en las raciones de alimentos para los comedores comunitarios. La pandemia convirtió a sus trabajadores y trabajadoras en “esenciales”, pero en los barrios las tareas son cada vez más desgastantes. Velia y Mariela llevan varias horas fuera de casa, las vecinas que quedaron a cargo del comedor preguntan impacientes por el grupo de whatsapp cómo está saliendo todo.
De repente, el ruido de los bombos se vuelve más intenso y la gente festeja. Ellas no llegan a escuchar a las compañeras que transmiten la respuesta del ministerio, pero la alegría colectiva les hace saber que –al menos en parte- la movilización no fue en vano. Otra vez se encuentran codo a codo, como les sucede hace varios años en cada momento importante. Se miran y sonríen: saben que siempre, en esta tierra elegida, “donde está una, está la otra”.
Diciembre 2021