El almuerzo de las “hermanas” Joseph
Por: Belén del Castillo Pairoa – Arte: Constanza Fierro
Érica y Michy llevan el apellido que le ponen a medio millón de haitianos, a los huérfanos, los que no tienen documentos: si no se sabe cuál es, entonces es Joseph. No son parientes, son hermanas en el activismo. Una creó una consultora, la otra una fundación. Mientras almuerzan en un restaurante de Santiago de Chile, planean su participación en el lll Foro Mundial de los Derechos Humanos en Buenos Aires.
Joseph es el tercer apellido más común de Haití, después de Jean y Pierre. La tradición en ese país es que el padre le herede su apellido al hijo, pero si no hay padre, el hijo queda como otro Joseph más. En los orfanatos también se apellidan Joseph los niños que llegan sin documentos. Joseph es, en suma, el apellido de los huérfanos. Lo comparten más de quinientos mil haitianos; entre ellos están Erica y Michy (Joseph, claro).
—Los Joseph somos los don nadie —sentencia Erica, resignada.
—¡Todo el mundo se apellida Joseph! –—exclama su amiga Michy.
Sentadas en una mesa de mantel largo, en un restaurante de comida peruana, las haitianas almuerzan camarones apanados y yuca.
A unas cuadras se encuentra la estación Salvador del metro y, un poco más abajo, Baquedano. Una semana antes se habían reunido allí para marchar por el Día Internacional de la Mujer. Ese 8 de marzo, al iniciarse la manifestación, cientos de pancartas se izaron como velas de barcos dispuestos a zarpar. “Fin al patriarcado” y “Ni una menos” eran algunos de los mensajes que más se repetían. Ellas también levantaron su carteles, lo registraron en fotos que luego subirían a sus redes sociales. Imperturbables, se las ve sosteniendo en alto dos mensajes: “Lo feminista no te quita lo racista” y “A tu sororidad le falta antirracismo”.
—Nadie habló de Haití en el 8M, solamente dijeron el nombre de Joane y además desviaron su historia —reclama Michy, refiriéndose al caso de Joane Florvil (cuya muerte en 2017, luego de ser detenida, sigue sin ser esclarecida).
Erica guarda silencio. Mientras su amiga habla revolviendo los brazos, ella se levanta con prudencia de su silla plástica para coger un camarón. Menciona que el plato que pidieron sabe a comida haitiana y luego, con el semblante serio, entrega su opinión sobre el 8M.
—Lo que más me molesta es que se use la historia de Joane, o la de Eloise, que también murió hace poco, para que otros hagan investigaciones. No quiero que sigamos siendo sujetos de estudio de nadie.
Su conversación se desliza de un tema a otro; hablan con propiedad sobre el racismo experimentado en Chile, pasan por el machismo en Haití, continúan con los migrantes en los Estados Unidos y se detienen en las discusiones que se sostienen en Suiza sobre los afrodescendientes. La charla es un río verbal estruendoso, cargado de críticas pesadas como piedras. Llevan casi tres horas en esto y todavía les queda una última materia por discutir: su próxima aventura juntas en la Argentina.
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Erica y su marido conocieron Louisville, Kentucky, en 2021 y decidieron que ése sería el lugar para comenzar su “segundo capítulo”, como ella lo denomina. “Sentí el desafío de demostrar la validez que tengo para vivir en un país del Primer Mundo, ¡y lo logré!”, enfatiza con su tono de voz profundo en un español modulado.
Un mes antes de viajar a los Estados Unidos, Erica renunció a su trabajo en la Embajada de Haití en Chile, después de siete años. Había ido a la sede diplomática para renovar su pasaporte en 2014, cuando le preguntó al Embajador Jean Victor Harvel si podía realizar allí su práctica como relacionadora pública. Lo convenció y, tras obtener un 6,8 de calificación, fue contratada.
“Muchas personas no entendieron por qué renunciaba si tenía un trabajo estable. Me dijeron ‘¡qué avaricia!, ¿qué más quieres?’, pero yo quería más”, confiesa, “Yo quiero más”. Actualmente Erica trabaja en la organización Kentucky Refugee Ministries y además dirige su consultora Seven7, donde ofrece asesorías en derechos humanos. De niña, Erica fantaseaba con la idea de la diplomacia, el estudio, las letras, convertirse en una profesional, ser alguien importante. Su madre era su principal cómplice; a los cuatro años, cuando su padre las dejó, la inscribió en un colegio religioso y costoso de Puerto Príncipe. Para financiar la matrícula vendía frituras en la calle y procuró que su hija nunca se enterara de las dificultades económicas que atravesaban. “Yo soy pobre, tú no eres pobre”, repite Erica las palabras que le decía su madre, quien le regaló un computador portátil cuando cumplió los 14 años.
La realidad las sacudió –a ellas y a todo el país– en enero de 2010, cuando un terremoto de magnitud 7.0, según la escala de Richter, provocó la muerte de más de 300 mil personas en la isla y devastó las miles de construcciones de ladrillo, hormigón y metal que se levantaban en las frondosas laderas de la capital.
Tras varios meses durmiendo en carpas provisorias, su madre le compró un pasaje para que migrara a Chile; se rumoreaba –equivocadamente– que se ofrecían becas de estudios para los haitianos. Erica llegó a Santiago en marzo de aquel año en que se comenzó a formar la comunidad haitiana, que hoy representa el 12% de todos los extranjeros residentes en Chile, casi 180 mil personas.
Por primera vez, tuvo que hacerse cargo de ella misma; no tenía familia ni estudios y estaba de allegada en la casa de unas conocidas en la comuna de Quilicura. Primero aprendió español muy rápido y después se esforzó por recordar el inglés que había estudiado en Haití. Quería postular a la maestría de Relaciones Exteriores en la Universidad de Chile y dominar ese idioma era uno de los requisitos. En 2017 fue seleccionada, por dos años estudió y trabajó mucho pero durmió y descansó poco.
Sus logros todavía le parecían insuficientes. Aún cargaba el peso de su nombre. ¿Cuántas otras Erica Joseph existían en el mundo? Solo en su curso de Puerto Príncipe había conocido a cuatro. Es más: cuando le dijo a su madre que quería ser diplomática, ella le contestó que no le darían trabajo con ese apellido.
Un día de invierno de 2019, mientras hacía una cola para comprar frituras, conoció a otra haitiana con el mismo problema. Como Michel Joseph tampoco sentía orgullo de ser Joseph, prefirió que la llamara por su apodo Michy, a secas.
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Dentro del imponente Palacio de las Naciones Unidas, de arquitectura clásica, pilares blancos y preocupados jardines, Michy se encontró con la ex vicepresidenta de Costa Rica y ministra de Asuntos Exteriores, Epsy Campbell. Era 5 de diciembre de 2022 y ambas estaban en el ll Foro Permanente de Afrodescendientes organizado por el ACNUDH, en Ginebra. Se saludaron, se abrazaron y derramaron algunas lágrimas juntas. Rodeada de líderes que promueven los derechos de las personas negras en Colombia, Camerún, Kenia y en todo el planeta, Michy sentía una mezcla de orgullo, alegría y nervios que no podía controlar.
Un par de semanas antes había recibido una carta del organismo donde le confirmaban su participación. Michy había postulado, sin mucha ilusión, como representante de la sociedad civil, para discutir sobre políticas antirracistas. Pero su trabajo en la Municipalidad de Santiago, los voluntariados que lideraba y los cuidados de su hija de cinco años hacían que el viaje en realidad fuera prácticamente imposible.
Lo que sí se le había vuelto derechamente imposible era vivir con su hijo mayor, quien tenía nueve meses cuando lo dejó al cuidado de su familia en Haití: en 2014 se fue a buscar un trabajo con mejor paga a Latinoamérica, para así enviarle remesas a ellos todos los meses. Nueve años han pasado y las autoridades haitianas todavía no responden por los certificados que necesita para poder traerlo a Chile. Además, el magnicidio del presidente Jovenel Moïse en 2021 y el aumento de la criminalidad en Puerto Príncipe han forzado el cierre de todas las oficinas de migración. “Nadie sabe cuándo van a volver a abrir. Pero ahora que tenemos un mundo digital, ¡por último que me entreguen alguna alternativa!”, exclama con su voz chillona, marcando rabiosa las erres.
Quizás el dolor la impulsa a movilizarse como activista, sobre todo, por las mujeres de su comunidad. Cada sábado por la tarde Michy le enseña español a un grupo de madres haitianas en la comuna de Cerrillos. “Cuidar también es trabajar”, escribió en el pizarrón de la sala donde dicta clases.
Pero el paso que, sin duda, más ha consolidado su carrera como Trabajadora Social fue fundar el Cónclave Investigativo de las Ciencias Jurídicas y Sociales (CIJYS) en 2021. Allí provee orientación legal a migrantes con causas judiciales, además de apoyar y promover las publicaciones de artistas y poetas haitianos radicados en Santiago.
A veces, difunde poesía en sus redes sociales. En marzo de 2022 publicó un poema suyo en creol: “Nou chak gen yon limyè anndan Nou / Cada uno tiene una luz dentro de nosotros”. Esa imagen le quedó dando vueltas y le inspiró el nombre de la primera charla académica que realizó junto a su nueva amiga, Erica: “Hermano no estás solo, porque mi luz te ilumina”. El día en que expusieron, al presentarse en el salón de la Universidad de Chile, entre risitas hicieron una aclaración:
—No somos parientes, por si acaso.
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Los oblicuos rayos del sol de la tarde hacen que las paredes café del restaurante peruano se vuelvan rojizas. Erica pide la cuenta y le recuerda a Michy que mañana tienen que estampar las poleras que llevarán a la Argentina, con los logos de sus fundaciones y también con imágenes de girasoles.
—Entre el 8M y preparar este viaje no hemos parado, amiga –comenta Michy, cansada.
—Y no solamente quiero que no paremos, quiero que todo el mundo escuche la voz de las haitianas —responde Erica, con voz de mando.
Desde que se conocieron, hace cuatro años, deseaban trabajar en dupla en algún proyecto sobre migraciones. Cada vez que Erica se reunía con Michy, en sus visitas a Chile o en reuniones virtuales, ella le aseguraba: “De aquí saldrá una bomba algún día”. Tuvo razón. La consultora Seven7 y la fundación CIJYS fueron escogidas para participar en el lll Foro Mundial de los Derechos Humanos, organizado por la UNESCO, en Buenos Aires. Eso es dos semanas después de este almuerzo. Las hermanas Joseph pagan la cuenta y retirándose del local intercambian miradas cómplices. La luz de las don nadie está siendo reconocida y no tienen tiempo que perder.