El odio en cuatro imágenes
Por: Dalila Muñoz Lira – Arte: Rodolfo Jofre
En Alemania, un partido de ultraderecha hace una suerte de ranking de nacionalidad de los delincuentes, en el que los chilenos ocupan el tercer lugar. La cronista chilena que vive en Berlín mira por televisión cómo, en Iquique, “patriotas” queman las pertenencias de migrantes. Las noticias de aquí y allá hilan un relato en el que los discursos de odio no tienen fronteras.
Vivo entre Chile y Alemania. En 2021 –también podría ser hoy– me crucé con cuatro fotografías que hilan un relato sobre la migración y los discursos de odio. Las dos primeras son de Berlín. Una recuerda los atentados racistas en pleno proceso de reunificación. La otra, a propósito del contexto eleccionario en Alemania, es un afiche de Alternativa por Alemania, la AfD, partido político de extrema derecha, que hace una especie de ranking sobre las nacionalidades de quienes comenten ciertos delitos, en el que lxs chilenxs ocupan el tercer lugar. La tercera es un video de Chile donde se funden el nacionalismo más rancio con la quema de carpas de personas migrantes y la última imagen es un conjunto de fotografías de unas cédulas chilenas desechadas en la frontera mexicana-estadounidense.
Imagen 1: Hoyerswerda
El 17 de septiembre, una foto de archivo se repitió con cierta insistencia en distintas páginas alemanas. La imagen, de colores, moda y textura noventeras, mostraba a un grupo de personas en las afueras de un edificio acomodando un lienzo que interpelaba a la vecindad de ese entonces y a lxs lectorxs de hoy: “Warum hassen sie uns? SOS. Wir leben seit viele Tage in Angst” (“¿Por qué nos odian? Ayuda. Desde hace días vivimos con miedo”).
La fotografía circulaba a propósito de la conmemoración de los treinta años de los ataques racistas en Hoyerswerda contra un grupo de solicitantes de refugio, quienes fueron expulsados de la ciudad al son de los gritos “Deutschland den Deutschen – Ausländer raus!” (“Alemania para los alemanes, extranjeros fuera”). El lema se repetiría un año más tarde en Rostock-Lichtenhagen.
Me detengo en otras imágenes. Se trata del mismo país que hoy me “acoge”. Googleo porque quiero saber más. Entender lo inentendible en un país con una historia archiconocida y mediatizada, pero el desconcierto se incrementa. Primero, me entero de la desidia de la policía en aquel momento. Luego, de la complacencia de la vecindad que actuó no solo como espectadora pasiva, sino que azuzó con aplausos a los agresores. Entre el primer ataque y la evacuación de las personas extranjeras transcurrieron seis días. Trabajadorxs y solicitantes de refugio, principalmente provenientes de Mozambique y Vietnam, tuvieron que abandonar Hoyerswerda mientras la extrema derecha celebraba que la ciudad era “ausländerfrei”, es decir, libre de extranjerxs.
En 1992 los ataques racistas acabaron con la vida de tres personas de nacionalidad turca en Schleswig-Holstein. Desde 1993 la cifra comenzaría a incrementarse.
Imagen 2: el afiche de la AfD
Es sábado 23 de septiembre. Diego y Naty hablan sobre las elecciones que el domingo se llevarán a cabo en Alemania, cuando Diego recuerda una anécdota. Su hermano –ambos son exiliados políticos, llegaron de la mano de su madre en los setenta, escapando de la violencia política de la dictadura cívico-militar– encontró un afiche de la AfD en el buzón de su casa.
Coherente con el discurso xenofóbico y racista del partido de extrema derecha, el afiche “denunciaba” que los delitos en Alemania eran cometidos por otredades extranjeras. Un gráfico exponía la lista en orden descendente. En el número tres de esta suerte de ranking de “genética criminal” estaba Chile.
Pregunto por el afiche. “¿Dónde va a estar?”, replica Diego. “Mi hermano, un extranjero recibiendo un afiche de la AfD. En la basura, claro”. Nos reímos de mala gana y cambiamos de tema. Pero en mi cabeza siguieron resonando los peligros de la violencia simbólica que señala a otredades como delincuentes y criminales. Lo que me angustia es la práctica repetida y sistemática, aquí y allá, de ese discurso como fórmula.
Con falsa convicción pienso que Alemania ya conoce los alcances en la creación del “enemigo” y que la prensa no hace tanto eco de estos discursos. Porque del discurso de odio –la agresión simbólica– a la agresión física hay una línea que siempre tiende a desdibujarse.
Pero hay un racismo soterráneo, producto de toda una vida de socialización en sociedades racistas y con historias de colonización (como colonizadores o como colonizadxs).
La NSU (Nationalsozialistische Untergrund; en castellano, Clandestinidad Nacionalsocialista), célula de extrema derecha alemana, en los 2000 desplegó un amplio número de agresiones, atentados y muertes contra personas de origen extranjero. La demora en su captura respondió a que no se sospechó de la motivación racista de los ataques. No era posible que esos atentados tan horrorosos fuesen cometidos por parte de esa sociedad alemana tan civilizada y blanca. La conjetura fue otra: lo más probable era que esos crímenes respondieran a riñas entre las distintas bandas extranjeras.
Esa ceguera, no sólo de la policía, sino de la sociedad completa, permitió que la célula neonazi actuara impunemente durante trece años.
Imagen 3: Las banderas de Iquique
El mismo sábado de septiembre, horas más tarde, me entero de que en la ciudad de Iquique, en el norte de Chile, un grupo de “patriotas” realiza una marcha en contra de personas migrantes, quienes ante el abandono del gobierno local y nacional, desde hace meses ocupan las calles con sus carpas y pertenencias. La marcha avanza al son de la consigna “Chile para los chilenos”. Provisto de banderas, el grupo avanza por la calle diseminando su aversión al otrx e instalando el terror.
Alimentados de un nacionalismo rancio, los “patriotas” sólo saben vomitar odio. La prensa y televisión, que han hecho eco de sus discursos, son en parte responsables de lo que está a punto de suceder. La violencia simbólica deviene en material cuando despojan de carpas, los enseres y la vestimenta –incluso de infantes– a migrantes. Las tiran al fuego. Una de las imágenes de esta acción muestra el momento en que un hombre, portador orgulloso de una camiseta de la selección nacional, tira un coche de guagua al fuego destructor. Después de esto, ¿qué viene? Henrich Heiner escribió mucho antes de la guerra “que allí donde se queman libros, se acaban quemando personas”. La frase resuena cada 10 de mayo en Bebelplatz, en la conmemoración de la quema de libros por parte de los nazis, augurio del horror que vendría después.
Pienso en ese trozo de tela llamado bandera. Esa invención que sirve para infundir sentimientos de identificación con un territorio, con un Estado, con un proyecto político.
Bajo la solemnidad de su izamiento, de su orgullosa exhibición se han emprendido guerras, construido enemigxs, torturado y asesinado a personas. De allí que históricamente se haya cuestionado, impugnado y reclamado su uso. Una vez leí una cita de un cineasta palestino que decía algo así como que las únicas banderas que hay que reivindicar son las de los territorios negados, y una vez obtenidas sus independencias y autonomías, hay que volver a ser críticxs con sus usos. La frase me resultó, en cierto sentido, iluminadora. Pero desde el presente pienso que si las banderas no son disputadas, entonces siempre le sirven al fascismo.
En 1970, el músico y actor Dean Reed lavó la bandera de los Estados Unidos afuera del consulado en Santiago de Chile porque estaba manchada, dijo, de la sangre y lágrimas de millones de personas de Asia, África y América.
En 1980 el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) robó la bandera del Museo Histórico Nacional, puesto que esa misma bandera era usada por la dictadura cívico-militar chilena para instalar la idea de un “enemigo interno”, desplegando una violencia inédita contra la izquierda.
En el 2019, ante un Estado que sistemáticamente disparaba a los ojos, ¿cómo reivindicar el símbolo? En ese estallido de descontento, rabia y rebeldía la bandera chilena aparece acribillada, desgarrada, doliente, ennegrecida, de luto. De allí que su protagonismo quedase subsumido por otras, como la del pueblo mapuche, como las de los equipos de fútbol.
¿Cuáles son las banderas que hoy se levantan?
Imagen 4: Cédulas chilenas desechadas
Desde hace algún tiempo Chile se convirtió en uno de tantos países a los que arribar con esperanzas, sueños, nostalgia, expectativas, inquietudes, temores, incertidumbres. Migrar siempre es una apuesta, un desafío. Un comienzo. Se lidia con una nueva cultura y con su burocracia.
Intuyo un primer deseo migrante: ir lo menos posible a las oficinas de extranjería (siempre que se pueda). Pocas oficinas encarnan tanto el poder y, a la vez, la despojan a una: funcionarixs deciden quién merece una visa; a quién se le hacen más preguntas o se le exige más documentación; quién es puesto bajo sospecha; a quién se le otorga sólo provisoriamente, por las dudas; a quién se le retienen sus documentos; a quién se le deniega la visa y debe abandonar el país.
Las visas y cédulas cuestan dinero, pero sobre todo energía física y emocional. Nervios y llantos incluidos. Aunque todo esté en regla, la sensación de vulnerabilidad y la constatación de que, a fin de cuentas, se depende del funcionario de turno, siempre permanece. Por eso, obtener la documentación que reduzca las visitas a la oficina de extranjería y el racismo institucional, más que alegría, otorga tranquilidad y respiro.
Un reportaje en la prensa y sus dos fotografías me interpelan.
Ordenadas y dispuestas en el pasto, 18 cédulas de identidad chilenas aparecen en una imagen. El titular dice que fueron desechadas. Pero la fotografía muestra una escena prolija. Una construcción que prepara y organiza los elementos que la imagen muestra, una puesta en escena que facilita la lectura a quien la observa.
¿Quién tomó estas imágenes?
¿Por qué ordena y organiza las cédulas para la fotografía?
¿Por qué decide exponer las identidades de quienes fueron alguna vez sus portadores, incluyendo la cédula de al menos unx niñx?
La primera sospecha: ¿Un policía?
¿Qué certifica ese plástico?
Una existencia legal, una ciudadanía, un permiso de residencia, un número con el que tramitar la vida, una identidad, un género. En algunos casos, una profesión; en otros, el color de ojos y pelo, la altura. Siempre una firma, una foto, una identidad institucionalizada, una fecha de expiración.
De las 18 cédulas, 14 habían caducado.
De las 18 cédulas, 15 tenían permiso de residencia sólo por un año.
¿Qué se hace en un año?
Un año se diluye entre las manos.
Todas las noticias que encuentro cuentan más o menos lo mismo: personas nacidas en Haití que vivían en Chile y Brasil intentan llegar a los Estados Unidos. La misma persona que pone en Twitter las fotografías de las cédulas explica que son desechadas porque la ley estadounidense no da asilo a quienes ya contaban con uno.
Se desechan, entonces, para ocultar la información a los revisores de asilo.
¿A qué responde, entonces, su decisión de publicar las fotografías con los rostros, nombres y datos de nacimiento de las personas dueñas de esas cédulas?
2.633 veces fue replicado el Tweet con las imágenes. Eso sin contar los periódicos que la utilizaron.
Constatación contraintuitiva: quien posteó las imágenes era investigador del Center for Immigration Studies (Centro de Estudios de Migración).