El sueño de volver

Por: Natalia Camila Gramajo Graña – Arte: Valeria Montero

En la Argentina, el 2% de la población migrante dejó su país de origen después de los 55 años. La proporción es del 8% en toda América Latina y el Caribe y del 12% a nivel global. Álvaro y Rosalba vinieron desde Venezuela a la edad del retiro y su historia representa la de muchos, que llegan porque extrañan a los hijos que migraron antes, para cuidar a los nietos o porque ellos mismos no tienen quién los cuide allá donde habían quedado solos. Allá adonde anhelan regresar.

Una tarde, hace más de una década, sentadxs alrededor de la mesa en su departamento de Caracas, Álvaro, Rosalba y su hija decidían el destino de sus próximas vacaciones. Él, nacido el 9 de julio, quería conocer la Argentina. Ella, España. Rosmy escribió “Estados Unidos” en el último de los tres papeles blancos que habían recortado para el sorteo y lo dobla a la mitad. La coincidencia entre el día del cumpleaños de Álvaro y el día de la Independencia argentina movió los hilos de la fortuna.

Años después, un 31 de diciembre, Rosmy le comunicó a su madre y a su padre que se venía a Buenos Aires. Las vacaciones en esa ciudad la habían convencido de que era un buen lugar para vivir: seguro, tranquilo y con oportunidades de trabajo. Entonces, a sus 72 y 61 años, también Álvaro y Rosalba dejaron Venezuela. Primero ella, como buena “mamá gallina”. Años después, él, que solo se venía por nueve meses y ya pasaron catorce.

El Departamento de Asuntos Económicos y Sociales de las Naciones Unidas estima que más del 12% de la población migrante es adulta mayor, es decir personas de 60 años y más. En América Latina y el Caribe casi el 8% de las personas migrantes tiene estas características. Muchas de ellas han envejecido en el país de destino, otras tantas han migrado en su vejez.                                            

 

La llegada

Rosalba o Rosa, como le dicen en la Argentina, frota sus manos mientras espera. El invierno todavía no ha llegado a Buenos Aires pero es uno de los días más frescos desde que comenzó el otoño. Sin dejar su campera y con la mirada desviada hacia la puerta del restaurante, escucha a Álvaro. Él, con sus manos ansiosas, repiquetea en la mesa de madera. Tampoco se ha sacado su abrigo. Su cabeza brillante se cobija bajo la lana tibia de un gorro. Casi al unísono responden datos específicos. Ella completa las frases de él, él las de ella. Hace 48 años que están juntxs, pero 23 que están divorciadxs. 

Uno de los mayores obstáculos de migrar es encontrar un lugar donde vivir. Alquilar en esta ciudad es un problema que afecta a más del 35% de la población. Frente a ese panorama, las personas migrantes se encuentran en desventaja. Cuando además son mayores, las dificultades se acrecientan. La Encuesta Nacional Migrante de Argentina (ENMA), realizada por el CONICET, determinó que el 43% de las personas de 60 años y más nacidas en otro país alquilan de manera formal o informal u ocupan viviendas de manera transitoria o indeterminada. 

Al llegar a Buenos Aires con su hijo mayor, Andrison, Rosalba se instaló en el pequeño departamento de su hija: un monoambiente para tres personas. Cuando Rosmy se mudó unos pisos más arriba con su pareja, les dejó el lugar en acuerdo con el propietario. En Venezuela, la familia vivía en la parroquia El Paraíso, lo que equivaldría a una pequeña ciudad dentro de un municipio. Un lugar de clase media.

—No eras ni pobre ni rico, estabas en el medio —explica Rosalba. 

Cuando su ex marido llegó a Buenos Aires, fue al pequeño monoambiente. Actualmente, ambos comparten ese espacio. Álvaro cuenta enfáticamente que una de las cosas que menos le gusta de estar aquí es la falta de privacidad. No disponer de una habitación propia, ni de un televisor en cada cuarto como en su departamento en Caracas. Rosalba, lo que más lamenta es haber perdido su jubilación.

 

Lo perdido

Luego de haber cumplido 25 años de servicio como enfermera en el Ministerio del Poder Popular para la Salud, en Venezuela, y cumplida la edad para retirarse, Rosa pidió un permiso laboral por un año para poder visitar a su hija en la Argentina. Las restricciones a la movilidad impuestas durante la pandemia de COVID-19 le impidieron volver a tiempo. Previsora, había dejado pendientes sus vacaciones, como un recurso extra. Sin embargo, el aislamiento social obligatorio se extendió más de lo esperado. No había forma de volver, la acumulación de permisos y licencias se acababa. En ese contexto, y priorizando acompañar a sus hijxs, inició sus trámites de residencia. 

De todos modos, en ese ínterin le salió la jubilación en Venezuela; su cuñada cobraba la plata y se la enviaba. Con ese dinero, Rosa se manejaba aquí. Quería disfrutar sus años de jubilada con su familia y viajar por Venezuela cuando regresara. Sin embargo, al poco tiempo, fue notificada de que la habían dado de baja en el seguro social. Ya no había pensión, tampoco reconocían sus años de servicio.

—Me quedé sin nada. Perdí todo.

En su departamento sin habitaciones, Rosalba lloraba todos los días. A los 61 años ya no quería trabajar en hospitales. Como enfermera, había cumplido con largas jornadas. Llegar hasta ahí le costó varios años de pasantías sin percibir ningún salario. Ahora, en su vejez y sin poder cobrar su pensión, debía volver al engranaje. 

—Aquí empecé limpiando apartamentos. Luego, mi hija, cuando trabajaba en una compañía, me consiguió un puesto en limpieza de oficinas. 

Tiempo después, Rosalba empezó a cuidar a personas mayores. A bañarlas, preparar el desayuno, el almuerzo y acompañarlas. También tuvo que aprender a hacer el arroz al estilo rioplatense; es decir, sin gracia. Hace casi cuatro años que realiza esa labor. Su ritmo de trabajo es de 48 x 48. Cuida a sus pacientes con amor de hija. Aunque a veces es duro, lleva adelante su trabajo con calma. La misma que transmite cuando relata su historia.  

Sin embargo, la ausencia de esa jubilación arrebatada ni bien lograda se manifiesta una vez, dos veces, vuelve cada tanto. Su mensaje es de resignación, de hombros caídos: “Es lo que nos tocó”. Los planes para su vejez cambiaron, hoy es trabajo y casa. A veces, sale con Rosmy, cuando ella tiene tiempo, pero las 48 horas de descanso se pasan rápido entre recuperar el cuerpo y recoger los trastos, lavar la ropa y limpiar su casa. 

Según la organización HelpAge, 2 de cada 10 personas mayores migrantes cuidan a otras personas de más de 60 años en los países de destino y un 64% no tiene ingresos mensuales garantizados, por lo que depende del trabajo informal o del aporte de familiares para vivir.  

 

Estar aquí y allá

Álvaro y Rosalba cuentan también con la ayuda de sus hijxs. Él hace el mantenimiento en un restaurante venezolano llamado Big Food en Palermo, frente a la Plaza de los Inmigrantes, donde su hijo es encargado.

—De momento estoy así, como se dice, provisional. Y ya hace un año que vine a ayudar, a hacer cositas para tener la mente ocupada. Todo eso lo he pintado yo. 

Con su dedo índice, y con cierto orgullo, Álvaro señala las paredes del local, recién pintadas de marrón clarito. 

Luego de barrer la vereda y acomodar las mesas para la apertura del restaurante, el Mono, como lo llaman sus compañeros, se ubica frente a la barra de café con las manos cruzadas sobre sus piernas y espera. Cuando no hay trabajo que hacer, charla sobre su vida en Venezuela con los proveedores que llegan al lugar, rememora sus largas jornadas como vendedor. Álvaro se hizo de abajo, y lo repite como un mantra que no debe olvidar. 

—Me hice solito, casi, en la vida. De niñito yo me hice solito y aprendí a tener mis cosas. Por eso mismo, pues, nunca tuve un vicio. Fumé, sí. Pero de la caña y estar jodiendo mucho, no. Esa formación me la hice yo solito. Porque a mí no me crió ni mi mamá ni mi papá, a mí me crió una madrina; y bueno, imagínate. 

Aunque él sí ya cobraba su pensión cuando todavía vivía en Venezuela, actualmente de unos cinco dólares, seguía con su reparto de artículos de almacén. Llegó a tener una clientela de  31 comercios. El trabajo era duro, de 12 horas al día; varias veces, también le ocupaba sus madrugadas. En los últimos años la venta había decaído, sólo quedaban nueve comercios. La plata aún alcanzaba; sin embargo, conseguir las medicinas para la presión y la diabetes era complicado.

Poco antes de migrar, vivió una situación que preocupó a su familia: por casi una semana no pudo salir de su casa debido al malestar general que sentía en el cuerpo. Una vecina llegó a su rescate. Estar solo en su país de origen se había convertido en un problema. Desde la Argentina decidieron que era momento de que se viniera. 

Según la ENMA, en la Argentina, las personas migrantes que se han ido de su país después de los 55 años son un 2%; la mayoría de ellas tiene 60 años y más. Entre los motivos de su migración se encuentran, principalmente, la reunificación familiar o el desplazamiento forzado por situaciones de violencia. La primera de estas causas tiene distintos matices: la necesidad de las familias de contar con quienes cuiden a lxs niñxs en el país de destino, la añoranza o la falta de red de cuidados para la persona mayor en el país de origen. 

Álvaro tiene que estar en la calle, allí se defiende. En Venezuela, había momentos en que se echaba a trabajar con una carretilla. Unas cajas arriba y salía en la madrugada con su reparto. Su conversación vira insistentemente hacia aquellos años en los que recorrió la ciudad con su Capri, la camioneta que usaba para que la policía no lo molestara: si hubiera llevado la clásica furgoneta de reparto, lo habrían parado a cada rato. 

El desarraigo es desgarrador, es transitar el presente con el recuerdo vívido del pasado remoto. Es aún estar allí aunque la cotidianeidad se empeñe en demostrar lo contrario

A veces, Álvaro habla en presente sobre Venezuela, como si todavía estuviera en Caracas y su estadía en este país fuera solo una vacación larga que se extiende hasta que la situación cambie. Su relato se confunde entre el presente y el pasado. 

La familia de Álvaro y Rosalba se encuentra repartida por distintos lugares del mundo: México, los Estados Unidos, España, Chile, Brasil, Australia y Argentina.  Allá, los fines de semana se juntaban todos en su casa, que era el centro de reunión. Hoy, el WhatsApp es la forma de mantenerse en contacto.

Buscando en sus chats, Rosalba encuentra fotos de su familia y las comparte mientras cuenta quién es cada quién y dónde está. Sonríe. Baja su cabeza y deja el aparato sobre la mesa.

El silencio se extiende unos segundos. 

—Los extraño mucho. Esto es lo que nos ha tocado vivir. Doy gracias a Dios que estoy con mis hijos y con Álvaro. Él es un buen amigo y nuestros hijos nos unen mucho, de verdad que sí.

Aunque sus hijxs no quieran, ellxs sueñan con volver. 

Aunque los hijxs se queden. 

Aunque lleguen lxs nietxs. 

Allí tienen todo. 

Aunque ese todo esté resquebrajado y, tal vez, solo quede en su memoria.  

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