Karina, Génesis y Kendel aprendieron a ganarse la vida en una ciudad del interior bonaerense cocinando platos típicos venezolanos. Para ellxs, la gastronomía dejó de ser sólo la preparación de aquello que nos llevamos a la boca: los olores y sabores crearon lazos y una historia en común en el exilio. En sus recetas también encuentran una respuesta a la pregunta de quiénes somos.
Cuatro años después de su llegada a Argentina, sentada en la cocina de Rey de las Arepas, Génesis Salas Manso repasa cómo fue salir de Caracas, la ciudad más poblada de Venezuela, e ir a parar a Junín, una pequeña localidad de la pampa bonaerense de 90 mil habitantes. El olor de las frituras y el zumbido de las heladeras en el local, que es a un tiempo casa, cocina y trabajo, llenan los huecos entre los silencios y las palabras.
De la noche que llegó a Junín Génesis se acuerda muy poco: apenas el frío húmedo de agosto y los nervios de lo desconocido. Pero la mañana y los días siguientes sí los distingue bien: “No había mucho que hacer, realmente era pequeño para lo que una estaba acostumbrada”, dice. Kendel, su novio de hace seis años y con quien emprendió la travesía de migrar (Caracas, Boa Vista, Foz do Iguaçu, Buenos Aires, Junín), define la experiencia como un choque: cultural, de expectativas y de modo de vida. Un mal trago que había que pasar.
Cuando llegaron, Karina ya vivía al otro lado de la ciudad. Los motivos que la llevaron a migrar son diferentes a los de Génesis y Kendel. Ella, mujer, madre y migrante, dejó Maracaibo conmovida por un amor. Al igual que la joven pareja de Caracas, Karina también trabaja en una cocina. Se mueve de las heladeras hacia el horno y a la mesada y prepara los pedidos que le llegan al celular. Entre tañidos de ollas y sartenes repite una frase: “Nosotros tenemos sazón”.
Las diferentes texturas y aromas de los platos típicos venezolanos son para Genesis, Kendel y Karina, y para muchos migrantes más, una forma de ganarse la vida. Aunque al mismo tiempo cargan con una significación más profunda. Los olores y sabores crearon lazos, una identidad y una cultura en el exilio. Una cultura compartida con los compañeros que transitan juntos la experiencia de la migración, pero también con los que están lejos, en la tierra natal.
“Cuando le contamos a mi familia que nos íbamos a dedicar a la venta de comidas típicas mi papá me dijo: de joven yo también vendía arepas. Era algo de lo que nunca me había enterado”, cuenta tímidamente Génesis.
Kendel confiesa que antes de llegar a Argentina nunca había cocinado más allá de los imponderables de la vida cotidiana. Entre risas cuenta que de chico soñaba con tener un puesto de comidas en el Estadio Universitario de Caracas, la catedral del béisbol, en Venezuela. La vida, en cambio, lo llevó a estudiar diseño gráfico y a migrar.
Las características de Junín, que tenía una fuerte oferta gastronómica antes de la pandemia, ubicaron a esta pareja en el centro de una cocina que hoy, proyectan, se transformará en una franquicia. No solo quieren llegar a diferentes barrios, sino a todo el partido, para dar a conocer sabores, historias, formas de estar en el mundo.
La comunidad venezolana en la ciudad alcanzó las 800 personas en 2021. Todos los días surgen nuevas necesidades a las que las manos de Karina tratan de dar respuesta.
La casa de Karina está a pocas cuadras del Velódromo. Allí vive con su marido juninense y un hijo adolescente que la acompañó desde Venezuela. El comedor principal está decorado con banderines de colores. Detrás está la cocina donde Karina prepara a diario y casi en exclusividad la comida para sus compatriotas. Gino, un joven peruano, la auxilia en las preparaciones cuando ella atiende pedidos, que por lo general se amontonan al llegar el mediodía. A veces, los mensajes sólo contienen elogios: “Las empanadas que probamos hoy me recuerdan a las de mi abuela”, “Tu comida me transporta”, lee Karina mientras sonríe y continúa organizando pedidos.
“Muchos pasan trabajando la semana entera y al llegar el sábado no tienen ganas ni tiempo de cocinar. Otros se están amoldando a las recetas de la ciudad. Por eso yo busco mantener el sabor y el estilo venezolano”, explica. Su propuesta incluye también la posibilidad de que sus paisanos se reúnan en su casa, para eso tiene acondicionado el salón principal.
Mientras salen los patacones, las mandocas y los desayunos acompañados de ensaladas robustas y del frescor del agua de panela, Karina reafirma la intención de mantener el sabor de su patria a través de los ingredientes, que muchas veces tiene que traer de Buenos Aires. En la cocina se apilan el queso de año, el sobado con café y las bolsas de harina de maíz.
Para estas dos familias la gastronomía tradicional marca el ritmo de los días. Es un trabajo, una forma de ganarse la vida, pero también significa un rol dentro de la comunidad:
– Queremos que aquellos que prueben nuestros platos se queden con lo mejor. Nadie va a decir que no les gusta la comida de Kendel o de Génesis, van a decir que no les gusta la comida venezolana. Esta es nuestra carta de presentación ante muchos argentinos.
Para los tres la gastronomía dejó de ser sólo la preparación de aquello que nos llevamos a la boca. En sus hogares se vive con sentido de orgullo y de pertenencia. Una forma de dar respuesta a la pregunta de quiénes somos.
Diciembre 2021