Los chicos rusos que se duermen en la escuela

Por: Karina Insaurralde – Arte: Maximiliano Amici

En el último año llegaron a la Argentina 20.000 ciudadanos rusos. Arina y sus dos hijos adolescentes son parte de esta camada de migrantes que huyen de la guerra. Ella oficia de intérprete en la escuela a la que asiste el menor, donde en los tres niveles educativos hay veinticinco estudiantes rusos que apenas hablan español, se quedan dormidos cuando no entienden lo que explican los profesores y se mueven por la calle con más libertad que en su país de origen.

Mayo. El sol del mediodía todavía se siente en la piel. El tren se detiene en una estación del ferrocarril Mitre, en el norte del conurbano bonaerense. Un grupo de adolescentes con uniforme escolar baja del vagón entre ruidosas carcajadas y conversaciones casuales. La gente deja por un instante sus pensamientos para prestarle atención a la escena. ¿De dónde son? ¿Qué idioma hablan?

En el andén espera Arina, una mujer alta de unos cuarenta y tantos. A ella le toca poner fin a la aventura, en su boca el reto en ruso suena a poema. Los chicos saben que les espera una larga conversación en la que alternarán la familiaridad del idioma ruso y la novedad del español. Ella dejará el rol de madre preocupada para asumir el de traductora.  

Cuando estalló la guerra en Ucrania, Arina supo que Rusia ya no era un lugar seguro para su familia. En febrero de este año, ella y sus dos hijos adolescentes de 19 y 13 años dejaron atrás un país en conflicto y se subieron a un avión con rumbo a Buenos Aires. Tomar la decisión no les resultó difícil. Ella había estudiado español en la universidad y tenía conocimiento de que en la Argentina la ley protegía a las personas migrantes. Internet fue una gran ayuda; a pesar de las restricciones de acceso a la web que operan en Rusia, Arina y sus hijos se informaron mirando videos en Youtube. Buscaron datos sobre costumbres y lugares, y se decidieron finalmente por el norte del conurbano bonaerense.

Esperaban encontrarse con grandes edificios y un tráfico intenso, y en cambio los recibió un barrio de arboledas tupidas y casas familiares.

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Según la Dirección Nacional de Migraciones, en el último año llegaron al país unos 20.000 ciudadanos rusos, de los cuales aproximadamente 3.000 comenzaron a tramitar la residencia. Arina y sus dos hijos menores forman parte de esta nueva ola migratoria. La hija mayor está estudiando en Francia. Todos están lejos de su tierra.

Arina conversa con voz suave, cada tanto la interrumpe su perro con pedidos de atención. Habla en inglés y entiende el español a la perfección. Conectar con ella y con su historia es una tarea sencilla.

Cuando relata los primeros días de Philip, el hijo menor, recuerda sus miedos; pero “él no es un ejemplo típico”, dice con orgullo. Lo describe como un adolescente comunicativo y sociable.  Cuando volvía de la escuela lo llenaba de preguntas y él siempre respondía que estaba todo bien. Comenta con alivio que Philip comparte con sus compañeros gustos musicales, porque “no le gustan grupos rusos”, y que lo agregaron al chat de whatsapp del curso; la cuenta pendiente es empezar a ir a fiestas. Las tardes se empezaron a llenar de conversaciones por chat con sus nuevos compañeros y compañeras, charlas amistosas, fotos, redes sociales.  

Philip es el único alumno extranjero en su curso pero no en la escuela, a la que asisten en los tres niveles educativos veinticinco niños, niñas y adolescentes de nacionalidad rusa. 

Arina, se convirtió en intérprete de esos alumnos gracias a su conocimiento del español. A veces traduce los exámenes y actividades al ruso y luego las respuestas de los estudiantes al español, otras se sienta cerca del alumno para traducir entre susurros la explicación de algún tema nuevo. Con una sonrisa, dice: “A veces soy como una niñera”, porque no entender el idioma se traduce en aburrimiento (sobre todo en las materias como Historia o Literatura) y en ocasiones los chicos se duermen. Entonces, debe despertarlos y recordarles que presten atención.

El sistema educativo argentino es muy diferente al ruso. Aquí, en las escuelas secundarias los módulos de clase suelen ser de aproximadamente dos horas reloj, el doble que en Rusia. Este es uno de los mayores problemas con los que se enfrentan alumnos y docentes. “Las clases son largas, los chicos no entienden el idioma, entonces se aburren”, explica Arina. En Matemáticas se trabaja mucho y se habla poco, y eso los hace sentir cómodos.

—Acá los chicos pueden pararse, los dejan hablar. Son más libres —dice.

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La palabra “libertad” aparece con insistencia en la conversación. Los chicos encontraron en Buenos Aires una libertad impensada, que los tienta a hacer cosas como subirse al Mitre y saltearse el almuerzo. En Rusia, el invierno gélido no les permite semejante aventura. “Aún les cuesta entender qué se puede hacer y qué no”, explica Arina. 

Y cuando los docentes llaman a los padres para comentar estas situaciones, es ella quien se encarga no solo de traducir palabras, sino también de describir una idiosincrasia que aún es ajena para ellos.

Con voz pausada, cuenta cómo la mayoría del plantel docente se muestra comprensivo, busca la manera de comunicarse, le pide ayuda para lograrlo. También están los otros, los que prefieren ignorar la situación, hacer como si nada hubiera cambiado. Arina se muestra empática con los docentes, dice que entiende que “los profesores deben trabajar el doble sin compensación extra y además esto es nuevo para todos”. 

Nuevo y distinto. Como el recibimiento que esperaba a Arina y sus hijos en Buenos Aires. Ella sonríe cuando recuerda sus primeros días en el país. Los argentinos le parecen abiertos, amigables; no puede creer que todavía nadie le haya hecho notar que viene de un país en guerra. “Nos dan la bienvenida todo el tiempo”, dice. 

De pronto se pone seria. “La gente en Rusia es más reservada”, relata mientras parecen venir a su mente los recuerdos de un lugar en el que nunca se sintió a gusto.

Arina nació en Kiev, cuando aún Ucrania era parte de la Unión Soviética, y a los 11 años una oportunidad laboral para su padre hizo que la familia se trasladara a la capital soviética. “Moscú es demasiado grande, demasiado rápida, demasiado ruidosa para mí”, dice. Las grandes distancias no eran compatibles con su necesidad de un mundo pequeño y confortable. 

Cuando habla de la guerra dirige la vista al techo, como si buscara respuestas. No puede entender que los dos países que representan partes tan importantes de su vida se estén bombardeando. Cuenta de sus familiares en Ucrania, de cómo siguen con su vida a pesar de todo, de videollamadas entre lágrimas, de una sociedad triste. 

Sus hijos no quieren ver las noticias, el más chico ni siquiera quiere hablar del tema. La distancia les trae alivio, pero Arina no puede ocultar la tristeza.

“No tengo respuestas para muchas preguntas”, dice cuando habla del futuro. Un futuro difícil de predecir pero que está lleno de sueños. Se imagina viviendo en esta Argentina que le abrió las puertas y la hace sentir parte. Cuando habla del porvenir de sus hijos, reaparece la palabra libertad. “Quiero que sean ellos quienes decidan”, dice. Y vuelve a sonreír.

Por lo pronto, mañana se volverán a levantar temprano, caminarán por las veredas arboladas de Olivos e intentarán que la escuela, como la vida, sean parte de un sueño de libertad.

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