Memorias de un militante por los derechos del pueblo 

Después de los Acuerdos de Paz, Christian tuvo que huir de Colombia. Como defensor de los derechos humanos, fue perseguido y amenazado allí donde vivía en su país: en Barranquilla o en Cúcuta. Historia de un hombre que abrazó la religión y la causa por los pobres y hoy intenta escribir sus memorias a más de siete mil kilómetros de su hogar.

El rezo daba comienzo al día en el ranchito de adobe y madera en las afueras de Barranquilla donde Christian oficiaba como superior. Al amanecer, el aire caliente parecía levantar el polvo de las calles. Cuando terminaban, los cuatro frailes se turnaban para darse un baño, poner el café y hacer la limpieza del lugar. Las puertas abiertas invitaban a que la gente se acercara a compartir la oración. Rara vez usaba Christian la característica túnica marrón. No le gustaba, sentía que eso lo separaba del pueblo. Las ollas populares, el apoyo a mujeres viudas víctimas de la guerra y las tareas de alfabetización completaban el sentido por el que había ingresado a la misión. La zona había recibido muchas personas desplazadas forzosamente por la violencia, por masacres.

– ¿Esta es la casa de los curas? -le preguntó esa mañana un hombre, y puso entre sus manos una nota de papel antes de desaparecer en una moto.

Con perfectos errores de ortografía, exponía todo tipo de insultos y amenazas de muerte. Firmaba “Águilas Negras”, el nombre de un grupo paramilitar asociado al narcotráfico. El mismo hombre se presentó días después en el descampado donde se oficiaba la misa. Frente a sus ojos y de espaldas a los fieles, llevó su mano a la cintura haciendo entrever un arma. No la sacó, pero para Christian fue suficiente.

Esa misma tarde consiguió refugio en un campo cercano. Allí estuvo escondido varios días. Una noche rompió el silencio el sonido de un disparo. “¡Bala!”, se dijo, “La conozco bien”. Una réplica y cinco disparos más. Después escuchó gritos y a un peón que asistía al guardia de la finca herido de muerte. De alguna manera se había filtrado su ubicación. Pronto tuvo que partir hacia Copacabana, su pueblo natal en las afueras de Medellín, donde sus padres -ajenos a lo que sucedía en Barranquilla – recibían extorsiones telefónicas.

Sólo unos días antes habían conmemorado frente al mar a la figura de su referente Camilo Torres -sacerdote, sociólogo, revolucionario y guerrillero; y uno de los principales exponentes de la Teología de la Liberación – a cincuenta años de su ejecución.

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Sesenta años de conflicto interno armado e innumerables violaciones a los derechos humanos lleva padeciendo el pueblo colombiano. Sólo por mencionar algunos hechos documentados, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) verificó que las denominadas Autodefensa Unidas de Colombia – un movimiento de grupos paramilitares que se aunaron a fines de la década del noventa con el objetivo combatir la guerrilla –cometieron graves crímenes de lesa humanidad. Funcionando junto a las fuerzas públicas de seguridad y en complicidad con algunos sectores políticos y económicos, son responsables: de perpetuar masacres, de la desaparición de miles de personas, del desplazamiento de poblaciones enteras y del robo de sus tierras; asesinando a líderes y lideresas de movimientos de izquierda, indígenas y sociales. Colombia tenía ya a fines de 2020 el número más alto de personas desplazadas internas del mundo.

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Pasaron dos años desde la huida de Christian de Barranquilla. Ni siquiera cuando le tocó hacer el retiro de cuerpos después de una masacre en la selva -porque del Estado, allí, ni noticias-  Christian había llorado así. Para eso los formaban, para ser fuertes. Pero dejar la orden era una decisión muy difícil. Christian tipeó una carta dirigida al Papa Francisco en la que explicaba los motivos de su desencanto con visceral solemnidad y solicitaba la suspensión de sus funciones.        

Cúcuta fue su último lugar de residencia en Colombia y donde –afirma– debería haber nacido su hija. La ciudad es la capital del departamento Norte Santander, que linda con la región del Catatumbo: una selva fronteriza con Venezuela donde habitan comunidades campesinas históricamente abandonadas y castigadas por el conflicto armado. Eran los primeros tiempos luego del Acuerdo de Paz y empezaban a emerger de nuevo los movimientos de izquierda, por años silenciados. Toda su fuerza se había volcado hacia la militancia política, el trabajo comunitario mano a mano con líderes y lideresas sociales, la pintura y la escritura periodística para el diario El Espectador, donde –entre otras tareas- cubría el proceso de paz en la región. Pero el clima se fue tornando más y más tenso. “Como cuando los leones persiguen a sus presas”, dice. Si no fuera porque en su estudio encontró libros desperdigados y papeles desparramados en el piso, no hubiera advertido que habían entrado a su casa para amedrentarlo. Ni las bicicletas, ni la tablet, ni el dinero que había en uno de los escritorios se habían llevado. Pero el candado del patio trasero estaba forzado. 

Esta intimidación no sería la última, y el asesinato de un compañero de militancia en la puerta de la universidad dejó claro que las cosas estaban pasando a otro nivel. “En el primer caso, habíamos asumido lo que implica la militancia en Colombia”, dice en perfecto paisa. Pero la inminente llegada de su hija – hoy de tres años y medio – lo cambiaba todo. En 2018 Christian y su compañera decidieron venirse para Argentina. Unos meses después de su partida, el relator oficial de la ONU Michael Forst visitó Colombia. El informe que elevó al Consejo de Derechos Humanos concluyó que la mayoría de las personas defensoras de derechos en ese país no pueden hacerlo de manera segura. Una de ellas era él.

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Ya pasaron cinco años desde la puesta en vigor del Acuerdo de paz entre el Estado colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia- Ejército del Pueblo (FARC-EP), celebrado en 2016 en La Habana, Cuba. Desde entonces se registra un aumento de asesinatos de activistas: doscientos ochenta y nueve excombatientes y mil doscientos treinta y nueve líderes y lideresas sociales y personas defensoras de derechos humanos (según datos del Centro de Investigación y Educación Popular. CINEP/PPP). El incumplimiento de buena parte de los acuerdos podría explicar el pico de la violencia actual. Según Amnistía Internacional, en 2020 los homicidios alcanzaron cifras estremecedoras y las personas más afectadas son aquellas que defienden los territorios más ricos en recursos naturales del país. Además, las fuerzas de seguridad del estado continuaron llevando a cabo campañas difamatorias y de vigilancia ilegal en contra de las personas defensoras de derechos humanos, situación que también alcanza a periodistas y personas opositoras al gobierno.

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Christian nació en 1988. De la Copacabana de su infancia recuerda la plaza principal, la iglesia y detrás, una calle cuesta arriba con pequeñas fincas que conducía a su casa natal de tejas coloniales frente al convento antiguo. Trepar los árboles, los rezos cada noche, las partidas de ajedrez, la guerra de los yacarés y otros cuentos de la selva de Quiroga. En su infancia escuchó por primera vez los versos de Aníbal Troilo, Alfredo De Angelis y el Polaco Goyeneche. Fue de boca de su abuela, que cantaba el tango como ninguna. Ella había trabajado en su juventud para el tradicional Hotel Nutibara de Medellín, donde solía alojarse Carlos Gardel. 

Lo que Christian no recuerda, pero conoce bien, es que el año siguiente a su nacimiento fue uno de los más violentos de la historia reciente de Colombia. Un avión de Avianca explotó por los aires con ciento diez pasajeros, y el candidato a presidente favorito Luis Carlos Galán -que venía denunciando el avance de la narco-política- fue acribillado por sicarios de sombrero blanco en medio de un acto político que no contó con la seguridad prevista. “Hay tres maneras de hacer las cosas: bien, mal y como las hago yo”, dijo una vez Pablo Escobar. Bombas, ejecuciones y asesinatos a jueces, fiscales y periodistas eran parte de la guerra de terrorismo y magnicidio que había librado el líder del Cartel de Medellín cuando se intentaba lograr su extradición

La familia de Christian no estuvo exenta de la violencia de la época. La imagen de un hombre ensangrentado y tirado en la calle, con la que varias noches despertó agitado, no era fruto de su imaginación como alguna vez pensó. Su madre lo ayudó a hilar el recuerdo. Se trataba de su tío paterno, aquel hombre que podía pasar horas y horas frente a su tocadiscos escuchando salsa, y que fue asesinado en la vía pública frente a los ojos de su mujer por entonces embarazada en la puerta de la salsera de la que era dueño en Medellín. Era miembro de la Unión Patriótica, un movimiento político de izquierda y pacifista cuyos integrantes fueron víctimas de un ataque generalizado y exterminio sistemático desde su creación en la década del 80 y por veinte años más. Estos delitos cometidos por grupos paramilitares y narcotraficantes con participación de las fuerzas públicas de seguridad, fueron calificados en 2013 como crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra por la Fiscalía General de la Nación colombiana, por lo que muchos de ellos continúan hoy en investigación.                                                                                       

La rigurosa formación académica, la adrenalina de la misión y su espiritualidad deben haberse conjugado en la elección de ingresar a la orden franciscana, piensa Christian hoy.  Aún adolescente, conoció a unos frailes que vivían en los mismos barrios que la gente. Uno de ellos lo había conmovido particularmente: para ganarse el mango salía a las calles a lustrar zapatos sin que nadie sospechara que se trataba de él. Algo de ello lo inspiró para sumarse a la misión de la orden cuando tenía dieciséis años. Otros dos amigos, en cambio, optaron por la guerrilla. Luego del Acuerdo de Paz los buscó. Pero nada, ya no estaban vivos.  

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– Cuando te vas, te cargas todo acá – dice dándose un golpe seco en el pecho, la mirada perdida en un punto fijo-. Y sobre todo acá – completa poniendo tres palmadas en su espalda alta. Llovía en el barrio de Monserrat, y en la cocina de la Basílica de San Francisco se preparaban las raciones de comida para la gente que estaba por llegar. Allí trabaja junto a un buen amigo de los tiempos en los que era Secretario de Justicia y Paz y tenía el mandato de velar por el compromiso social y político de la orden. Ahora en cambio en Argentina, combina estudios de posgrado en Filosofía con la literatura. Esa tarde me contó de sus intentos por escribir una novela sobre el horror en Colombia. En ocasiones lo frenaba la angustia. Otras, terminaba borracho escuchando vallenato a la madrugada. Veintinueve días le llevó escribir Exiliados: una noche en Buenos Aires, la novela sobre la recuperación histórica de los derechos humanos en la Argentina que está pronta a publicarse en la editorial Escarabajo.

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– Con Colombia, me agarra el para qué.

 

* La migración de personas colombianas en Argentina creció considerablemente en las últimas décadas y las motivaciones políticas producto de la violencia son una de las cuatro principales causas, según documenta un informe de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). 

Diciembre 2021

*Florencia Quercetti es Licenciada en Psicología (Universidad de Buenos Aires), Magíster en Estudios Internacionales (Universidad de Barcelona) y docente de la Cátedra II de Salud Pública y Salud Mental de la Facultad de Psicología de la UBA. En este momento está desarrollando una investigación doctoral sobre Salud mental y Migraciones desde una perspectiva de derechos humanos y comunitaria. Trabajó en distintos ámbitos y sectores en temáticas de: educación, protección de los DDHH y derecho a la salud/salud mental.
“Las opiniones expresadas en esta publicación corresponden a los autores y no reflejan necesariamente las de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). Las opiniones empleadas en esta publicación y la forma en que aparecen presentados los datos que contiene no implican, juicio alguno por parte de la OIM.
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